40: Vacante disponible

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Esa misma mañana en San Bartolo, Armando salía tambaleante de la cantina donde había amanecido; estaba más molido que de costumbre, ya que era su cuarto mes trabajando solo en la panificadora y, muy a su pesar, aunque le costara admitirlo, la nueva rutina lo estaba consumiendo. No se arrepentiría de haber asesinado a sus hermanos, pero sí que lamentaría ya no tener ayudantes que lo auxiliaran en su cocina. Sabía que debía contratar nuevo personal, pero su eterna desconfianza hacia las personas desconocidas, más aún en cuestión de negocios, le impedía tomar esa resolución.

Aquel domingo, Armando encaminó sus pasos hacia el mercado, ya que tenía hambre y quería almorzar antes de llegar a su casa. Entonces halló un puesto de fritangas, ordenó el plato con tacos de tripa más grande que pudo, más un refresco para acompañar, y luego se sentó a comer.

Exactamente enfrente de donde devoraba tranquilamente su almuerzo, estaban ubicadas unas canchas que solían ocupar los pobladores para echar partidas de básquet o de futbol. Por si fuera poco, como si se tratara del destino, daba la casualidad de que había un grupo de muchachos canasteando, de entre los que Armando reconoció enseguida al Bolillo, siendo el único güerito en aquella cuadrilla que parecía liderar. Armando entonces observó al muchacho con detenimiento; todavía le tenía rencor por haberlo dejado tirado en el trabajo, sin siquiera tomarse la molestia de darle una explicación. Sin embargo, recordando que ya no tenía chalán para elaborar y repartir su pan, tuvo que aceptar que lo necesitaba, al menos hasta encontrar a otro que le simpatizara y le pudiera servir.

Así que se terminó su almuerzo y se plantó cerca de la cancha, clavando su penetrante mirada en el chico, hasta que finalmente logró llamar su atención. El joven Miguel se percató de su presencia y trató de ignorarlo, pero aquella pesada mirada lo perturbaba, al punto en que no le permitió seguir jugando. Sin otra opción, el chico finalmente se alejó de su grupo y se atrevió a encararlo:

-Quiúbo, don Nando. ¿Qué se le ofrece? -saludó, con evidente recelo.

-Quiúbo, cabroncito -saludó el hombre con retorcida sonrisa-. ¿Cómo te va de huevón?

-Pos de pelos. ¿Y a usted qué tal de hombre casado?

Armando soltó una franca carcajada como respuesta, pero esta vez el Bolillo no lo siguió en su juego, como usualmente lo hubiera hecho. Por el contrario, decidió ir directo al grano:

-Ya dígame qué quiere. Porque no creo que me esté mirando nomás porque le gusto, ¿o sí?

-No seas pendejo. Quiero que vuelvas a trabajar conmigo desde este lunes. ¿Qué dices?

-Que no me interesa, gracias -contestó Miguel con menosprecio, mientras giraba sobre sus talones y se disponía a regresar a la cancha con sus amigos.

-Te pago el doble, o hasta el triple -ofreció Armando-. Sería nomás un tiempo.

Ese actuar era raro en el arrogante Armando Meléndez, por lo que Miguel sintió curiosidad.

-¿Por qué hace esto? ¿Ya no tiene ayudantes? ¿Y sus hermanos?

-Se fueron al infierno -aseguró Armando sin remordimiento alguno-. Nomás están Joselyn y la Chabela, ellas no sirven para eso. Y pos tú ya le sabes a la chamba.

Miguel se quedó pensativo, mientras disimulaba su dolor ante la mera mención de la hermosa pero traicionera Joselyn. Sabía que, si aceptaba la propuesta de Armando, tendría que seguir viéndola de una u otra manera y eso no le gustaba. No obstante, un triple del salario que antes recibía sí que le interesaba, sobre todo porque sus padres insistían en dejar el pueblo. Pero, ¿valdría la pena ese dinero, teniendo que soportar ver de lejos a esa joven, ya ajena, a la que aún seguía queriendo?

Pecados de InfanciaWhere stories live. Discover now