8: El Renco Petatero

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Con la llegada de Lucero a la casona Cisneros, la rutina familiar tuvo que reajustarse un poco, cosa que retrasó la búsqueda de los otros hermanos por parte de Armando, pues mientras la nueva mamá se recuperaba de su cirugía, David tenía que ayudarla en los cuidados de la bebé, cosa que a su vez provocaba que la actividad en la panificadora se viera algo menguada. Afortunadamente, aquello no duró mucho, pues cuando ella se recuperó, el peso entero de la responsabilidad materna que ahora le correspondía cayó por completo sobre sus hombros, teniendo que alternar sus tareas domésticas con los cuidados que día y noche le demandaba su hija.

Pese a que el entusiasmado David afirmaba con fervor que se trataba de la niña más bonita del mundo, para Armando no era más que una escuincla morenita y de rasgos indígenas corrientes, justo como su madre. Y aunque el irresponsable padre de la criatura permanecería en el anonimato, se podía adivinar fácilmente que había sido un indio como cualquier otro, ya que, de haber sido de buen ver, aquella chiquilla habría corrido con mejor suerte en lo que genética se trataba.

Una vez superado por completo el parto de su hermana, Armando empezó a indagar sobre el paradero de sus otros dos hermanos, por lo que comenzó interrogando a los mellizos cierta tarde en que ellos se encontraban jugueteando con la bebé en el cuarto de Dulce.

–Pues lo último que supimos de Omar y Joselyn es que, igual que nosotros, se los devolvieron a sus respectivas familias –le respondió David solícito, luego de que Armando tomara asiento frente a ellos y los mirara fijamente, como queriendo escudriñarles la mente.

Armando se quedó pensativo.

–Me acuerdo que Joselyn tenía un padrastro molinero y que Omar vino desde Corralitos...

–El padrastro de Joselyn se murió... –terció Dulce tímidamente, agachando la mirada cuando Armando volteó a verla–. Bueno...alguna vez oí decir eso a mamá Betty.

–¿Y entonces con quién se fue? –inquirió Armando–. Porque sí se la dieron a alguien, ¿no?

–Sí, sí –afirmó David–. Pero quién sabe a quién. Del que sí estamos seguros es de Omar, que lo mandaron con su papá a Corralitos.

–Pos voy a ir a buscarlo –resolvió Armando, poniéndose de pie–. Se van a tener que cuidar ustedes dos unos días mientras vuelvo. Te vas a tener que chingar con la panadería, Davicho.

–Por supuesto, Nando. Yo me encargo.

–Le voy a decir al chavillo éste, el Bolillo, que te eche la mano. Nomás tú no le vayas a echar las manos a él, ¿eh? Está muy chiquillo y no le gustan los jotos.

David enrojeció y bajó la mirada, sin atreverse a decir nada ante las pequeñas humillaciones que recibía de Armando con cierta frecuencia.

Unos pocos días más tarde, Armando llegaba a la ranchería conocida como Corralitos: una pequeña comunidad dedicada principalmente a la cría y engorda de animales de corral, que vendían luego a los mercados de los pueblos vecinos. Era un lugar tan desolado, tan rural, que parecía que todo el lugar estaba polvoriento, y que sus habitantes tenían la tierra adherida a su piel. El vomitivo olor a estiércol de vaca flotaba en el aire, y cuando el aire se embravecía armaba sendos remolinos de tierra que se alzaban hacia el cielo, pues parecía que ahí no conocían el pavimento.

Armando no se sabía el nombre del padre de Omar. Sólo sabía que era un viudo alcohólico que se ganaba la vida como tejedor de petate. Así que se limitó a preguntar por un tal señor Serrano, petatero briago, que tenía un hijo llamado Omar.

Pecados de InfanciaWhere stories live. Discover now