44: Al sonoro rugir del fusil

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Era una tristísima madrugada en San Bartolo, en la que el sol apenas si acariciaba los extensos plantíos y una bruma espesa descendía de los montes aledaños para cubrir el pueblo, dándole un aire fantasmal a pesar de ser martes santo. Los colorados gallos apenas empezaban a cacarear, cuando a su lado pasó una rauda bicicleta roja levantando bastante polvareda de los rústicos caminos. Era ni más ni menos que la bicicleta de Miguel, atrevido joven que se dirigía más presuroso que de costumbre a la casona Cisneros, aprovechando que su padre no había vuelto a casa en toda la noche.

Sonriente por una razón que sólo él sabía, se presentó muy puntual en la casona y trabajó con don Armando, bromeando desenfadadamente con él. Su patrón, tan expresivo como siempre, no hacía más que esbozar su retorcida sonrisa de vez en cuando, sin hacerle mucho caso. Cuando al fin el pan terminó de hornearse, Armando se retiró a su habitación como de costumbre, mientras dejaba al chico en la cocina preparando todo para salir al reparto. Llegada la hora, Miguel salió en el triciclo y realizó las entregas lo más rápido que pudo, pues no quería ser visto por algún pariente suyo, a pesar de estar casi seguro de que seguirían metidos en el hospital. Aun así, tuvo cuidado al pasar junto a la catedral, pues cabía la posibilidad de que alguien, en especial su tía Lola, acudiera a misa ese martes santo.

Por fin, regresó a la casona Cisneros sin ningún contratiempo; entró a la cocina y vio que no había nadie. Así que, ateniéndose a la venia de Armando para adentrarse, fue y se sentó en el vestíbulo y se puso a jugar en su celular. Alrededor de quince minutos estuvo ahí, recostado en ese polvoriento sillón viejo, hasta que de pronto escuchó que una de las puertas de la planta alta se abría.

Miguel sonrió con una alegría malsana, abrió la aplicación de mensajes y, ya teniendo escrito lo que iba a enviar, su dedo se mantuvo suspendido sobre la pantalla del dispositivo mientras sus ojos se mantenían clavados en lo alto de las escaleras. Sin embargo, al ver aparecer a su prima Isabel, hizo una disimulada mueca, retiró su dedo y bloqueó la pantalla.

Como si nada pasara, Miguel saludó cortésmente:

–Buenos días, Isa. ¿Cómo estás?

–¡Hola, Migue! ¡Buen día! –respondió ella, bajando pesadamente los escalones.

El muchacho guardó su celular y se apresuró a llegar a ella para brindarle su mano y ayudarla a descender. Su prima sonrió agradecida mientras aceptaba su mano.

–Gracias, primo. Es que esto de ser obesa es muy pesado.

–No digas eso, primita –replicó el joven amablemente–. Tú no estás obesa, estás dando vida, y debe ser algo bastante fuerte y desgastante.

Isabel acarició la mejilla del muchacho y prosiguió su camino a la cocina.

–¿Qué haces? ¿Ya regresaste del reparto? Ven, vamos a que almuerces.

–Gracias, Isa, pero sólo te aceptaré un cafecito...

Contrariado, Miguel no tuvo más remedio que seguirla a la cocina y sentarse a la mesa, viendo a su prima colar el café y preparar el almuerzo. Distraídamente le siguió la plática, mientras su mirada se desviaba seguido al vestíbulo; conforme más minutos pasaban, el muchacho más se exasperaba al no hallar alguna manera de librarse de su parienta. Ya estaba a casi nada de pretextar que quería ir al baño, cuando de pronto Isabel le ganó la palabra y hasta la misma excusa:

–Voy al baño rápido. Como esta barriga me aplasta todo, mi vejiga no tiene mucho espacio...

–Claro, prima –respondió él aliviado, se puso de pie y la acompañó al vestíbulo–. ¿Te ayudo a llegar a tu cuarto? –inquirió, esperanzado en tener un motivo para ir a la planta alta.

Pecados de InfanciaWhere stories live. Discover now