39: El malnacido

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En San Bartolo había llegado el año nuevo, y en pocos días las actividades volvieron a la normalidad. Sin embargo, la que no podía volver a la normalidad era la familia Benavides Valderrabano; Catalina seguía enclaustrada por voluntad propia en su habitación y no daba indicios de querer cambiar aquella actitud tan distante, tan enfermiza e incluso autodestructiva, pues no fueron pocas las veces en que la destrozada mujer intentaba hacerse daño. Sebastián entonces debía contenerla por su propio bien, con una impotencia insoportable calándole el pecho, al punto en que determinó que las cosas ya no podían seguir así. De modo que el hombre telefoneó a su hermana Dolores, para pedirle el enorme favor de cuidar a su esposa mientras él emprendía un viaje muy especial que tenía miedo de realizar, pero que determinó que era necesario si quería certeza en aquel interminable mar de incertidumbre.

Afortunadamente, Dolores no dudó en aceptar ayudarlos, así que aquel gélido domingo llegó temprano a la casa de su hermano. Tan pronto el amoroso esposo se aseguró de que su mujer estuviese bien cuidada, subió a su auto y manejó hacia Tepetontli. Sabía bien que la dolorosa verdad ya se había revelado, pero necesitaba oírlo de alguien que hubiese estado ahí, que lo hubiese visto con sus propios ojos, y lamentablemente su querida madre ya no estaba para dar respuestas.

Sebastián aparcó su coche y subió a pie hasta una de las casas mejores construidas en aquella meseta; erigida con ladrillos de adobe, techo de lámina, puerta y ventanas de herrería, se trataba de la casa de su prima Rosario, su esposo, sus hijos y recientemente su madre Antonia, con quien Sebastián quería hablar. Al llegar fue su prima quien lo recibió, ya que su marido trabajaba. Entonces Sebastián tuvo que explicarle, con mucho pesar, el motivo de su visita, a lo que Rosario accedió a llevarlo hasta la habitación donde se encontraba su madre descansando.

La señora Antonia ni siquiera disimuló su molestia al ver a su sobrino. Rosario se retiró y los dejó solos, por lo que Sebastián comenzó a interrogar a la anciana acerca de aquel terrible secreto que sólo ella sabía. Sin embargo, tal como se lo temía, ella se mantuvo tan silenciosa como una tumba.

–Por favor, tía Toña –suplicó el hombre desesperado–. Sólo necesito que me confirme que el niño aquel se lo entregaron a esa Beatriz Cisneros, la de la casona.

Pero doña Antonia le esquivaba la mirada, manteniéndose callada e incómoda. Sebastián ya no sabía qué más decir para que al menos lo volteara a ver, y la desesperación con la que había llegado crecía aún más ante la aparente indiferencia de esa vieja y desalmada mujer.

–¡Por favor, tía! –insistía buscándole los ojos–. Finalmente, ya lo sabemos, sólo quiero oírlo de alguien que estuvo ahí. Por favor, ayúdeme, aunque sea con eso...

El hombre se encontraba al borde del llanto, pero ni así la anciana tuvo compasión por decirle aquello que tanto necesitaba oír. Desesperado, él estuvo a punto de zarandearla por los hombros a ver si así hablaba, pero afortunadamente una voz a sus espaldas lo hizo desistir.

–Si no le dices tú, le digo yo –amenazó Rosario, entrando a la habitación.

–¡Cállate, Chayo! ¡No te metas! –habló al fin Antonia.

–¡Sí que me meto, mamá! ¿No estás viendo la angustia que el pobre Sebas está padeciendo? ¡Por Dios, ya basta! Si alguien tiene derecho a saberlo todo, es él y su esposa.

Los cansados ojos de doña Antonia se abrieron de par en par.

–¡Te lo prohíbo, Chayo! ¡Te lo prohíbo!

–¿A quién quieres proteger, mamá? –inquiría la hija desafiante–. ¿A ellos? ¿Al chamaco? ¿Al tío Cosme? ¿A quién, mamá? ¡Dime!

La anciana vio que ya no tenía más control sobre aquella hija suya, ni sobre la situación, así que sólo se limitó a mirarla con reproche.

Pecados de InfanciaWhere stories live. Discover now