7: Mi muñeca Lucero

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Ese mismo día, Armando instaló en su casa a sus hermanos David y Dulce, hallados por una de esas inesperadas pero bellas casualidades de la vida. El hombre determinó que ambos trabajarían con él en la elaboración de su pan, sin permitirles que se llevaran ninguna de sus miserables pertenencias. Ahora que vivirían con él nuevamente, ya nada les haría falta. Así que los mellizos volvieron a llegar a la otrora casona de Beatriz como habían llegado entonces: sólo con lo que llevaban puesto.

Cuando Armando se adelantó para abrir la reja, Dulce le susurró a David:

–Tengo miedo de entrar ahí, David. Vamos a regresarnos...

–Cálmate, Dul –respondía David también murmurando–. Todo estará bien.

Entonces David pasó su brazo por la espalda de su hermana y suavemente la obligó a entrar, sin que Armando se diera cuenta del recelo de la joven, que temblaba al cruzar el umbral.

La entereza de David también se mermó cuando llegaron al vestíbulo, justo donde su mamá Betty quedara muerta, fulminada por un infarto...y al levantar instintivamente los ojos y enfocar su atemorizado mirar en aquella baranda, sintieron un escalofrío paralizante recorrer sus espaldas.

Entonces Dulce estalló de miedo.

–¡No, David, no puedo...vámonos, por favor! –rogaba aferrándose de la vieja camisa de su mellizo, que no podía emitir sonido.

Entonces Armando se acercó y tomándola por los hombros aclaró enfático:

–Escúchame, Dulce: aquí nada pasó. Ésta es nuestra casa y reiniciaremos juntos donde nos quedamos antes que nos separaran. ¿Entiendes? ¿Entienden los dos?

–Pero sí pasó, Nando –rectificaba tímidamente David.

–¡Basta! –ordenó Armando–. Nada fue culpa nuestra. Seremos felices aquí, como la familia que somos. ¿Estamos?

Ambos asintieron con la cabeza y, sobreponiéndose a su miedo, siguieron a Armando hasta las recámaras que les habría de asignar.

Enseguida de dejarlos instalados, Armando compró para ellos ropa, calzado, productos de higiene personal...en fin, no les hizo falta nada una vez bajo el amparo de su hermano mayor. Esa noche, David y Dulce volvieron a dormir en una mullida cama, con el estómago lleno, la piel limpia y sin sentir el frío quemante de las madrugadas de aquella región. La desazón que sintieran al verse de nuevo ante Armando y luego ante la escena de su crimen, no tardó en esfumarse debido a aquel cálido bienestar que conocieran anteriormente con mamá Betty, y que ahora recuperaban después de tanto tiempo gracias, nuevamente, al buen corazón de su hermano Nando.

A la mañana siguiente, se levantaron temprano, pues Armando comenzó a instruir a David en el oficio que desempeñaba. Solícito, el chico se esmeraba en tomar notas en una libreta, para que no se le olvidara ningún detalle. Por su parte, Dulce los apoyó lavando los trastes. El mayor de los hermanos quería adelantar la producción del día para poder llevar a Dulce con el médico del pueblo, quien, dicho sea de paso, era el nieto del finado doctor Emeterio Cabrera.

Luego de revisarla, el nuevo médico Cabrera le decía a Armando:

–Le ordenaré unos análisis sanguíneos. La pobre está muy delgada y pálida, y un embarazo a tan temprana edad siempre supone un riesgo considerable –explicaba el médico mientras escribía la receta–. El bebé se oye bien, pero la madre está anémica. Según me dice, tiene casi ocho meses y su peso es muy bajo. También le ordenaré un ultrasonido para constatar el buen desarrollo del producto.

–¿No se los puede hacer usted aquí? –inquiría Armando.

–Lamentablemente no cuento con el equipo requerido. Debe llevarla al centro de salud.

Pecados de InfanciaWhere stories live. Discover now