Canto XVII.

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Castiel estaba regresando a casa cuando se encontró con Beliel afuera, sentado frente a la puerta y con un gatito recostado en sus piernas; el demonio le daba suaves caricias en el pecho a las que el felino respondía agitando las patas, que eran tan pequeñas como su cuerpo.

La sonrisa en el rostro de Beliel, aunado a la forma en la que agudizaba la voz cada vez que le hablaba al gato, le daba el aspecto de un niño pequeño que se encontraba fuertemente embelesado por un animal tan diminuto. Nadie se atrevería a pensar que llevaba una eternidad torturando almas en el Infierno, e incluso si Beliel negara que es un demonio, nadie se lo habría cuestionado.

Aun así, tener aquella escena tan afectuosa de su hermano no le sorprendió tanto como el hecho de ver que estaba en su casa, pues Castiel no esperaba encontrarlo ahí. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que, en algún momento, a Beliel se le ocurriría visitarlo porque, ciertamente, no tenían mucho de qué hablar. Incluso diferían en la mayoría de las cosas.

El ángel acortó la distancia hasta estar lo suficientemente cerca de él para apreciarlo mejor, y de verdad lucía inofensivo.

—Hola — saludó casi en modo de pregunta.

Beliel alzó la cabeza para mirarlo. Ni siquiera se molestó en ponerse de pie.

— ¡Ah, por fin llegas! — Exclamó alegremente. Sus manos estaban ocupadas sosteniendo las patitas del gato —. ¡Mira qué me encontré! — Sostuvo al animal con cuidado y lo levantó en alto para que Castiel pudiera verlo —. Este pequeño bastardo andaba merodeando adentro de la casa, y ahora es mío. Se llama Bolita de Odio — torció la boca, sin estar muy convencido de sus propias palabras —. Pensaba en llamarlo Haures, como ese felino feo del Infierno, pero este es muy pequeño — rio —. Parece más una Bolita de Odio.

Castiel soltó una risa; pese a que, evidentemente, Beliel había sacado al gato de la casa, la torpeza de su hermano resultaba más graciosa que molesta.

—No estaba merodeando. Vive aquí y se llama Neo — explicó —. Y si está aquí contigo, significa que lo sacaste de la casa.

—Ah, sí. Cuando llegué no había nadie, solo estaba el gato, así que entré, lo saqué y nos sentamos aquí a esperarte — sonrió, sin comprender que la parte de entrar a una casa ajena sin permiso, no era en absoluto respetuoso.

—Y si entraste, ¿por qué no solo te quedaste adentro? — Castiel intentaba pasar por alto el hecho de que Beliel se metió a la casa sin preguntar.

—Porque no es mi casa — respondió con obviedad. Acurrucó al gato contra su pecho y le dio un beso en la cabeza —. Es de mala educación quedarse en una casa en la que no te invitaron a pasar, ¿verdad, Bolita de Odio?

—Pero tú... — El ángel dejó la oración a medias, sustituyéndola por un suspiro. ¿En serio intentaba razonar con él? Beliel de por sí era muy extraño, y sus conceptos relacionados con «respeto», estaban bastante tergiversados —. No importa. Entra. Y el gato no se llama Bolita de Odio.

Hidromiel.  ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora