Canto VI.

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Lucas

Mis fiestas de cumpleaños, solían ser bastante extravagantes.

Cuando mi madre aún vivía, contrataba a una organizadora de fiestas que la ayudaba a planearlo todo con cuidado; desde la comida y las invitaciones, hasta los juegos inflables y los espectáculos de payasos que tenían lugar en el enorme patio de nuestra casa, pues ella sabía lo mucho que me gustaba ser el centro de atención y recibir muchos regalos.

A veces recibía ayuda de la madre de Alexander, pues conocía las limitaciones de mi madre —que era invidente—, por lo que se le imposibilitaba ver con sus propios ojos que todo lo prometido por la organizadora de fiestas, se viera reflejado en una opulenta fiesta infantil a la que acudían todos mis compañeros de la escuela y los hijos de los socios de mi padre, con quienes nunca establecí ningún vínculo de amistad porque eran un tanto... presumidos para ser tan pequeños. Aunque ahora que lo pienso, quizás yo también lo fui un poco con fiestas exageradamente grandes que solo disfrutaban los invitados, porque cuando nadie miraba, Alexander me ayudaba a llevar los regalos hasta mi habitación en la que nos encerrábamos para abrirlos todos y jugar con ellos mientras nuestras madres nos buscaban con desespero para partir el pastel.

Luego de la muerte de mi madre, las fiestas comenzaron a ser más pequeñas porque mi padre me decía, expresamente, que no tenía tiempo para organizar nada y yo no tenía edad para dirigir a una organizadora de fiestas, así que abdiqué por completo de ellas y de mesas de regalos, juegos inflables, payasos y pasteles de cinco pisos, para abrirle paso a un pequeño comedor, con un pastel sencillo y regalos contados que la amorosa familia de Alexander me daba, sin embargo, aprecié aún más la sencillez de una celebración muy pequeña y lo único que extrañé, fue a mi madre, porque la familia de mi mejor amigo siempre me llenó de amor y me rodeó del ambiente familiar que con mi padre no tenía.

Así pues, al entrar a la adolescencia, regresaron las excentricidades; no me preocupaba mucho planear una fiesta de la que quería que se hablara en los periódicos o en los pasillos de la escuela, tampoco esperaba que me llenaran de regalos; mi único propósito era divertirme —y molestar un poco a mi papá con tanto escándalo—, así que ofrecía fiestas en donde el alcohol estaba disfrazado con refresco, la música alta no dejaba dormir a los vecinos y las decoraciones se limitaban a ser muy escuetas, ya que solo eran un par de globos pegados con cinta en las paredes.

Eran buenas fiestas. Perdí la virginidad en una de ellas y Alexander se consiguió una novia.

No obstante, independizarme representó la pérdida de esa clase de privilegios y el vecindario en el que ahora vivo, se aseguró de dejarme en claro que los escándalos provocados por fiestas estaban prohibidos; no puedo culparlos, y tampoco me quejo sobre ello, en especial porque no tengo dinero de sobra para malgastarlo en alcohol y un DJ, así que, normalmente, en esta clase de fechas, Alexander y yo íbamos juntos a un bar a pasar el rato; adquirimos esa costumbre luego de que él se independizara, y pese a que eso no le agradó a su madre —pues ella prefería los cumpleaños tradicionales con pasteles y globos—, eso no le impedía llenar mi celular con mensajes y audios de voz en los que me felicitaba.

Hidromiel.  ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora