Canto XIII.

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Si las palabras de Samael hubiesen sido una metáfora, quizás el destino de aquellos tres tipos que lastimaron a Lucas, no habría sido tan grave

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Si las palabras de Samael hubiesen sido una metáfora, quizás el destino de aquellos tres tipos que lastimaron a Lucas, no habría sido tan grave.

Estaba enojado. Tanto como no lo había estado en mucho tiempo, y su negativa emoción lo estaba cegando hasta el punto en el que, tan solo por unos segundos, pensó en lo fácil que sería romperle el cuello al tipo que tenía bajo su agarre, pero Samael disfrutaba de extender el dolor y la agonía. Era todo un experto en hacer sufrir a otros y hacer parecer a la muerte como el mayor de los perdones, pero él no sabía de perdón. No lo conocía ni tampoco quería hacerlo, por lo que las súplicas ahogadas que profería el tipo, se le antojaron innecesarias.

En su mente sólo tenía clara una cosa: lo haría sufrir. No de una forma suave. No sería condescendiente ni le daría ningún tipo de consideraciones por ser mortal. Y por supuesto que iba a hacer lo mismo con todos esos mortales que retrocedían a paso lento, intentando escapar del mismo Diablo; sus rostros consternados ante la visión que tenían frente a ellos de un hombre con una mirada que guardaba el Infierno mismo, los estaba enloqueciendo de a poco porque su incredulidad luchaba contra el miedo que su simple presencia les provocaba.

Samael ni siquiera tenía que tocarlos para tenerlos con las extremidades entumecidas y los pies aferrados al suelo, volviéndolos incapaces de correr, y aunque hubiesen podido hacerlo, tenían la certeza de que el Diablo los encontraría. No podían escapar de él.

Aquello era alucinante, pero sobretodo aterrador. Seguramente los tacharían de locos si llegaban a contar lo vivido en aquel pequeño y oscuro callejón, si es que lograban salir de ahí con algo de cordura.

Quizás la furia de Samael se había desatado de una forma muy drástica, pero esperar a que el Diablo mostrara piedad, era una pérdida de tiempo; no le mostró piedad a Judas cuando lo partió por la mitad derramando sus entrañas y bañando Acéldama con su sangre, el mismo campo que compró con las treinta monedas de oro que obtuvo por traicionar a Jesús. Más tarde, lo hizo revivir ese momento una y otra vez hasta que se cansó y se lo entregó a Leviatán para que lo devorara por toda la eternidad.

Si Samael no tenía contemplaciones con un traidor, mucho menos las tendría con quienes habían lastimado a Lucas.

— ¡Amigo, perdóname! — Escuchó lloriquear al tipo —. ¡En serio lo lamento!

—Yo no soy tu amigo — espetó con fingida calma.

El Diablo podía sentir su temor bajo la mano, el tiritar de su cuerpo y reparaba en su piel pálida igual que un cadáver. Su vitalidad, aparentemente, se había consumido y, con ella, la supuesta superioridad con la que se había comportado antes de que Samael llegara.

— ¿Sabes? A mí me gustan las mujeres — expresó, despertando la confusión del tipo —. Carajo, son tan divinas, y tu lamentable especie sigue sin apreciarlas. Deberían valorarlas más, ¿no crees? — El cobarde asintió frenéticamente con la cabeza —. También me gustan los hombres y eso, para ti, parece ser un problema, amigo — hizo énfasis en la última palabra —. ¿Por qué no me insultas como lo hiciste con él? Quiero que todo lo que le dijiste a Lucas, me lo digas a la cara.

Hidromiel.  ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora