Canto II.

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Habían pasado varios meses desde que Lucas Allué se acostó con aquel tipo desconocido del bar.

Resultó extraño que, desde entonces, fuera imposible para él sacarlo de su cabeza; sentía que el recuerdo lo seguía siempre, cada día, como si simplemente fuese incapaz de abandonarlo, de olvidar la sensación de aquellas manos recorriendo su piel, de esos labios sobre los suyos moviéndose en una sincronicidad casi irreal.

Aún después de tantos días, semanas y meses sin volver a encontrarse con él, su apolíneo rostro invadía sus sueños como un intruso; veía esos ojos avellana observándolo con tanta intensidad que toda su piel se erizaba. Incluso tenía la sensación de que podía escuchar su voz diciendo su nombre en un tono ronco y bajo, a tal punto que deseó volver a encontrarse con él. Al menos una última vez.

Por esa razón, visitó —en muchas ocasiones—, el bar en el que se conocieron.

Creía que, en algún momento, en una noche con suerte, lo volvería a ver ahí, con alguna una copa de tanqueray o un cóctel muy caro porque, con apenas haber compartido con él unas cuantas palabras, supo que no era alguien de cervezas ni que disfrutara de bebidas demasiado simples. No obstante, cada visita fue infructuosa, y no volvió a verlo. Ni una sola vez. Y llegó a creer que nunca lo haría aunque, aún si obtenía un resultado diferente en alguna de sus visitas ¿qué iba a hacer? ¿Acostarse con él otra vez? ¿Preguntarle por qué llevaba meses enteros sin lograr sacarlo de su cabeza? Esto, por supuesto, sonaba bastante ilógico, y comenzaba a sentir que realmente no era culpa de Samael, sino suya por haber esperado demasiado de un encuentro que, evidentemente, solo se había tratado de sexo casual.

—Va a volverme loco — bufó, dejándose caer en el sillón justo al lado de su mejor amigo.

— ¿De nuevo estás pensando en eso?

—Han pasado meses desde que lo conocí, Alex, ¡meses! — Exclamó con frustración — Fue cosa de una noche, ni siquiera es como si hubiésemos tenido la conversación más profunda de todas, y yo estaba borracho — puntualizó, cubriéndose la cara con ambas manos en un gesto agobiado —. Esto no tiene sentido. Sólo quiero dejar de pensar en él.

Lucas hundió aún más su cuerpo en el sillón, emitiendo quejidos infantiles que a Alexander le parecieron bastante graciosos.

Ambos se encontraban sentados en el sofá de una sala cálida que pertenecía a Alexander; la televisión estaba encendida y, en las manos, el rizado sostenía uno de los controles de la consola, moviendo los dedos sobre los botones sin apartar los ojos de la pantalla.

Con el tiempo, algunas cosas habían cambiado dentro de aquel lugar, de hecho, un aura bastante cómoda y familiar la rodeaba. La más llamativa —incluso más que el nuevo color de las paredes— era la réplica exacta de un enorme cuadro de Sandro Botticelli que ocupaba una de las paredes y que, hasta ese entonces, se había mantenido vacía. En las otras, colgaban unas cuantas fotografías de dos chicos; uno de ellos, por supuesto, era Alexander. El otro era su novio, Castiel, quién además era un ángel.

Hidromiel.  ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora