Canto IX.

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Para Samael, sentir el aura de seres que pertenecen al Infierno, siempre le ha resultado muy fácil.

En parte, porque los demonios no suelen ser discretos con eso y, al ser invocados, su aura se impregna en los lugares por los que pasaron. Tanto que, en ocasiones, las paredes de esos sitios parecen despertar y emitir eso que los mortales llaman psicofonías, pero eso no era lo precisamente relevante para él.

Ciertamente, no acostumbraba a darle importancia a cosas como esas porque aquello de invocar demonios no era un tema nuevo en el Plano Terrenal; sabe que los morales suelen hacerlo por dos razones muy sencillas: la primera, porque tienen curiosidad por saber si es real. La segunda, porque quieren conseguir algo de la forma más fácil, y su propia experiencia apuntaba a que tenían una « fascinación enferma por pedir estupideces».

No obstante, su ridícula tendencia a ser tan «primitivos», no era la razón por la que Samael estaba entrando a una casa vieja y decadente que apestaba a polvo y humedad; el motivo era que, desde esa mañana, sentía algo extraño rondando en el ambiente, e incluso percibió en el aire un ligero hilo de aroma a azufre, lo que se entremezcló con su necedad por saber quién carajo había invocado a un maldito demonio.

Nuevamente, el tema de las invocaciones no era algo nuevo para él, pero ese, en especial, se sentía diferente y las coincidencias —comenzando con la visita inoportuna de Remiel hace pocos días— apuntaban a que, muy probablemente, el asunto tenía que ver con él y ese hecho era particularmente importante porque los ángeles no acostumbran a invocar demonios.

Es un acto de herejía si se tiene en mente que un ángel y un demonio son contrapartes, enemigos por la simple naturaleza de sus orígenes y propoósitos, por lo que persistía una pregunta bastante importante: ¿qué carajo necesita un ángel de un demonio?

Por tal razón, se vio en la necesidad de ir a aquel sitio del que provenía esa aura y, realmente, no esperaba encontrar nada relevante, o al menos algo que fuera más allá de polvo, ratas, insectos, ventanas rotas, puertas caídas y pintura carcomida, pero entre más se adentraba al lugar, más sentía ese putrefacto olor a azufre contaminando el ambiente.

Recorrió todas las habitaciones, encontrándose con lo mismo: nada, y justo cuando comenzaba a creer que, probablemente, solo había sido idea suya y había estado perdiendo su tiempo, ingresó a la última habitación que estaba al fondo del pasillo junto a las escaleras.

Al igual que las otras habitaciones, su puerta estaba en el suelo y por la ventana colgaban unos cuantos pedazos de cristal, sin embargo, lo más llamativo fueron las cenizas que estaban desperdigadas por el suelo, como si alguien hubiese pasado la mano por encima para ocultar lo que había hecho con ellas.

Hidromiel.  ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora