Prólogo.

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"El que practica el pecado es del diablo, porque el diablo ha estado pecando desde el principio

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"El que practica el pecado es del diablo, porque el diablo ha estado pecando desde el principio."

1 Juan 3:8

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En el Paraíso reinaba el caos.

El cielo se había envuelto en llamas y abrazó la lúgubre catástrofe que había iniciado el más hermoso de los ángeles. Ese cuya belleza física no era suficiente para eclipsar la fealdad de su alma porque era rebelde, envidioso, estaba desprovisto del mínimo rastro de afecto y no había tenido reparos en mostrarle a la Legión de Ángeles una psique que se había encargado de ostentar con egoísmo, herejía y vanidad.

—Samael, Portador de Luz, Hijo de la Aurora... Estrella de la Mañana — vociferaba Azrael, el Ángel de la Muerte, quien le apuntaba directamente en el cuello con una espada de hoja larga y filosa que centelleaba cuando los rayos de luz atravesaban las nubes —. Te revelaste en contra de nosotros, tus hermanos, y del ser que te creó, que te concedió una posición privilegiada en la Legión de Ángeles — no titubeaba y parecía estar dispuesto a cortarle la cabeza si intentaba hacer el mínimo movimiento.

—Tu perfidia te ha condenado a pasar toda la eternidad en el Infierno; en tu nombre vivirá la desgracia, en tu palabra reinará el pecado. Fuiste rebelde, desleal y te has convertido en el primer Ángel Caído — intervino Miguel, quien era el Líder de los Arcángeles y quien, aunque estaba notablemente airado, no lograba compararse en nada a la expresión que tenía Azrael en el rostro porque él, de todos los ángeles, parecía estar conteniendo las latentes ganas que tenía de cortarle el cuello a su hermano; estaba molesto, tanto como no lo había estado en mucho tiempo y la razón estaba frente a él, mostrando una expresión de audacia y presumiendo unas alas negras que se mantenían quietas detrás de su espalda.

Todos —ángeles y arcángeles— se encontraban alrededor de Samael Estrella de la Mañana, observándolo con ojos fríos y decepcionados pero, en absoluto, sorprendidos, porque a pesar de reconocer que el único arcángel capaz de iniciar una rebelión de esa magnitud sólo podía ser Samael, una parte de ellos creía que sería lo suficientemente sensato y leal a Dios como para no hacerlo pero, en ese momento, lo tenían de rodillas, con las muñecas atrapadas en grilletes de oro puro que estaban enlazadas a pesadas cadenas del mismo material, debilitándolo a tal punto que Samael apenas sintió que tenía la fuerza suficiente para cerrar las manos en un puño.

A sus costados, dos ángeles sostenían las cadenas con fuerza con una mano mientras que, con la otra, apuntaban a Samael con sus espadas de hoja larga, plateada y filosa, como si intentaran advertir a su hermano rebelde que estaban dispuestos a actuar si tan solo consideraba liberarse.

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