Esos pequeños gestos mejoraban mi día de formas que ella, probablemente, no dimensionaba, porque me hacía sentir que era parte de su familia.

Mi padre, por otra parte, me llamó por la tarde para felicitarme también, pero se escuchaba molesto por lo que había pasado la otra noche en su ridícula fiesta. No lo mencionó, afortunadamente, aunque finalizó la llamada con un «Te quiero» a regañadientes en el que percibí su molestia.

¿Le di importancia? Claro que no, solo esperaba que lo de la otra noche fuera suficiente para que no volviera obligarme a ir. Además, sentía que nada podía arruinar mi día porque el hecho de haber ido a un bar me tenía bastante contento, sobretodo porque esperaba conocer a alguien.

Por supuesto, no contemplé que ese alguien —de nuevo— iba a ser Samael.

—Feliz cumpleaños, feo — canturreó Alexander alegremente cuando nos sentamos en una de las mesas del HADES.

Me extendió un regalo pequeño envuelto en papel decorativo y adornado con un moño. A su lado, Castiel tenía las manos juntas a la altura del pecho y una sonrisa enorme en la cara.

—Feliz... cumpleaños, espero que sigas envejeciendo — felicitó también, mirando de reojo a Alex como si quisiera comprobar que lo había hecho bien.

Mi amigo y yo nos reímos.

—Gracias — sonreí —, aunque no me convence eso de envejecer, sé que me veré increíble incluso con el pelo lleno de canas — expresé, concentrándome en rasgar el papel decorativo —. No me jodas...

Carta a Meneceo — recitó Alex luego de ver mi expresión enternecida y emocionada al abrir el regalo —. ¿Sí es el libro que querías? Dime que sí, no quiero haberte dado el equivocado.

Asentí frenéticamente mientras, con mucho cuidado, le quitaba al libro el plástico protector; en cuanto sentí su textura, lo abrí en una página al azar para, más tarde, hundir mi nariz entre sus hojas y aspirar su olor a libro nuevo.

— ¿Qué está haciendo? — Escuché que Castiel preguntaba.

—Le gusta el olor a libro nuevo — explicó mi amigo.

— ¿Quieres olerlo, Cas? — Le ofrecí, extendiendo mi regalo hacia él.

El ángel primero me miró a mí; parecía interesado en intentar comprenderme, y lo adiviné porque su simple mirada me decía que yo le parecía un poco extraño. Eso —mi supuesta rareza— le causaba gracia, y a veces se reía con las cosas que salían de mi boca.

No obstante, me siguió el juego y se inclinó dudoso para oler las páginas de mi libro; inspiró suavemente para después mirarme con una sonrisa.

—Huele... a almendras — comentó.

Alexander frunció el ceño.

—Según yo huelen... como a viejo.

— ¿A qué huele lo viejo? — Preguntó Castiel.

—Pues... — encogió los hombros —. Yo qué sé... A viejo.

— ¿Estás seguro que no estabas oliendo otra cosa? — me burlé.

Castiel se cubrió la boca para ocultar su risita, pero aun así se escuchó; sus gestos lo hacían ver como alguien bastante adorable a simple vista. A veces se comportaba de forma un tanto tímida, y se notaba lo fuera de lugar que se sentía algunas veces, pues en ocasiones se quedaba observando los lugares como si no hubiese estado en uno igual jamás.

Alex decía que seguía en ese proceso de acostumbrarse a lo «terrenal» y mi amigo no dejaba de ser paciente con él, aunado a que —repetía constantemente— ambos continuaban aprendiendo sobre el mundo del otro.

Hidromiel.  ✔Where stories live. Discover now