1: Un regalo de Dios

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Un amanecer muy triste y frío era aquel en San Bartolo Totomoch; pueblecillo olvidado de la mano de Dios, donde el progreso no había llegado aún. Ahí, todos sus habitantes se conocían y a la vez se ignoraban, en especial a esa vieja mujer solitaria llamada Beatriz Cisneros Almonte: una hacendada venida a menos, última sobreviviente de su estirpe, y cuya herencia se reducía a la enorme casona deteriorada ubicada en la última calle del pueblo, al final de la calle principal. Era una construcción gigantesca, que en sus buenos años había sido objeto de gran admiración e incluso hasta de envidia entre los lugareños; su imponente fachada de cantera negra se alzaba con insolencia en medio de un extenso terreno de tierra, que no se equiparaba en nada a la extensión de la hacienda que perteneció alguna vez a la respetable y adinerada familia Cisneros Almonte.

Sin embargo, toda la poderosa gloria que una vez había impregnado aquella estirpe, junto con su majestuoso inmueble, ahora se había ido para dar paso al deterioro y a la lástima. Un claro ejemplo viviente de ello era la solitaria anciana que ahora habitaba ahí: doña Betty, como solía ser llamada coloquialmente en el pueblo. Enclaustrada en su descuidado palacio, la mujer casi no tenía contacto con nadie, y se mantenía económicamente vendiendo deliciosos pastelillos que ella misma horneaba en su cocina, pues debido a que con el paso del tiempo lo había perdido casi todo, ahora la mujer tenía que trabajar para poder vivir.

Su larga vida no siempre había sido tan triste y solitaria, pues en otro tiempo Beatriz había sido una mujer bien casada, con un indio de físico hermoso, con quien a instancias de ella misma su padre accedió a casarla. Beatriz era la única hija que le quedaba, por lo que era preciso que ella le diera nietos lo más pronto posible; sin embargo, los años pasaban y su hija se hacía menos casadera, rebasando por mucho los veinte años de edad. Además, para colmo de los males, la joven pecaba de exigente y hasta caprichosa, por lo que pese a tantos pretendientes nunca hubo ningún otro en el que se interesara, solamente ese bruto ranchero bajado del cerro a tamborazos.

El susodicho se llamaba Armando Meléndez Sánchez, un hombre recio que se distinguía por su alta estatura, algo poco común en aquellos lares. Su fornido cuerpo, cuya musculatura había sido esculpida por horas de trabajo duro, estaba forrado en una curtida piel de bronce, dándole el aspecto de un idealizado guerrero azteca, que, en lugar de armadura y penacho, portaba un traje ranchero de caporal. Todo el vigoroso aspecto del hombre contrastaba notoriamente con el de su esposa Beatriz, quien en ese entonces era una frágil mujer menuda, de piel morena clara y rasgos poco agraciados.

Una deprimente madrugada, muchísimos años atrás, cuando doña Beatriz aun ostentaba su juventud, la rauda montura de un gallardo jinete levantaba la polvareda del rústico camino rumbo a su hogar, tras haber sido llamado de urgencia. El prieto caballo azabache se deslizaba como sombra entre la obscuridad de los extensos potreros de la hacienda. El apurado jinete atravesó con su bestia el cauce del Riego, el río que alimentaba las tierras de la familia Cisneros, alzando las embravecidas aguas a todas las direcciones. Todavía tuvo que cruzar el extenso terreno del traspatio, hasta llegar a la entrada posterior de su hogar: la casona Cisneros.

El señor Armando Meléndez descendió de su caballo y entró a la cocina a grandes zancadas; ahí, las cocineras ya preparaban las viandas a esa temprana hora. Sin interrumpir su labor, la señora y su joven hija miraron de reojo al patrón, que pasaba de largo con una expresión de disgusto en su rostro, pues sabían de sobra el desafortunado motivo de su llegada. Pocos años habían pasado desde el casamiento de don Armando y doña Beatriz; era la tercera vez que él la tenía preñada, y también la tercera vez que ella perdía el bebé al cuarto mes de gestación, aparentemente sin ningún motivo.

–Mi bebé...mi dulce bebé... ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?... –musitaba ella, con los ojos anegados, mientras sus crispadas manos se apretaban contra su inservible vientre.

Pecados de InfanciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora