Capítulo 22

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Cuando por fin las cosas mejoran —o parecen mejorar—, uno de cierta forma baja la guardia que llevaba pegada al brazo ante las adversidades como escudo. Un escudo teóricamente inquebrantable.

Cuando ese escudo estaba alzado, podíamos ser golpeados una y otra vez por las adversidades que se nos presentaban en nuestro camino y sin embargo no podíamos ser heridos, sólo sentíamos el golpe, su repercusión como un eco.

No podíamos ser heridos.

Eso es lo que creemos cuando tenemos nuestros escudos contra el cuerpo.

Pero esa no es la verdadera historia.

Una vez que bajamos el escudo y ocurren hechos menores, menos dolorosos, más insignificantes, descubrimos lo heridos de gravedad que estamos, pues cada uno de unos mínimos golpes nos destruye en pedazos y tenemos que reconstruirnos para intentar seguir avanzando.

La realidad, es que mientras nosotros creemos detener el golpe por enfrente con nuestro escudo, aquél es solo un señuelo, y, desde atrás de nosotros las adversidades nos golpean.

Pero ¿por qué no lo sentimos en el momento?

Por la adrenalina.

La adrenalina que se produce al "enfrentar" un problema y "poderlo detener", y cuando la adrenalina disminuye, el dolor hace su aparición triunfal y dramática al escenario.

Recuerdo que una vez que nos fijamos nuestro camino —sin tener en claro nuestro destino— nos dispusimos a caminar por la ruta durante horas. Tal como yo había predicho, los coches no pasaban.

Parecía que estábamos en medio del desierto, algo así.

Incluso el sol era muy fuerte para esas horas. Resplandecía con todas sus fuerzas justo sobre nuestras cabezas. No teníamos agua.

No sé bien cómo estaban los demás, casi no podía razonar lo que veía, pero en mi caso estaba sintiendo claramente que estaba sufriendo de insolación; me dolía la cabeza, me sentía mareada, la boca la tenía seca, tenía mucha sed y me sentía demasiado débil como para caminar mucho más.

De hecho, ni siquiera estaba segura cómo era que seguía caminando ya que mi cuerpo no resistía.

Tal vez porque pensaba una y otra y otra vez que debía continuar hacia donde fuera que teníamos que llegar, que no podía detenerme de dar un solo paso porque si lo hacía, era casi seguro que terminaría sobre el suelo de pavimento, casi inconsciente.

Recuerdo también que me tambaleaba hacia los costados. Parecía que estuviese muy alcoholizada. Quien no me conociera y no supiera en las condiciones en las que estábamos caminando pensaría:

"¡Dios! ¡Esta chica es una maldita borracha!"

Me reí débilmente ante ese pensamiento.

—Oye, ¿estás bien? —me preguntó Luka ladeando su cabeza hacia mí mientras caminábamos.

Él iba delante de mí, a casi un metro de distancia.

¿Íbamos tan alejados?

No, estaba segura de que no.

Por el calor y el malestar iba perdiendo la fuerza en el cuerpo para caminar con la misma energía con la que caminaba al inicio.

—Estoy bien —asentí con la cabeza con dificultad. Mi voz era pesada y parecía hablar arrastrando las palabras.

—Vamos, tú puedes —me sostuvo del brazo para que no perdiera el ritmo y me arrastró de él para forzarme a caminar—. Concéntrate, no te retrases. Ya casi llegamos.

La hora más oscura [√]Where stories live. Discover now