2. Un incendio y un rapto

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La jornada laboral acabó sin demasiadas novedades. Lana estuvo todo el rato trabajando, intentando olvidar el mal rato que su jefe le había hecho pasar. De hecho, no salió de su despacho en toda la jornada laboral. Estuvo muy centrada y trabajadora, más que de costumbre, y entonces llegó la hora de volver a ver a sus pequeños tesoros. Se despidió de Pio, quien había tenido unas palabras muy dulces con las que Lana se había sentido más tranquila. Al fin, sentada en su vehículo gris, puso rumbo a casa. Descubrió así un escenario indeseable. 

Las calles de Wellington habían sido tomadas por el caos. Había gente corriendo por todos lados, huyendo de algo. A lo lejos podían verse pequeñas columnas de humo negro, posiblemente de hogueras que aún ardían con furia. De hecho, estuvo a punto de atropellar a una pobre mujer que iba corriendo sin rumbo fijo. Lana se bajó al instante del vehículo creyendo que la había matado. La observó tendida en el suelo. Su cabello estaba sucio, lo que no disimulaba la belleza de sus rizos albinos. Su piel extremadamente blanca tenía manchas que posiblemente no podrían eliminarse ni con el mejor jabón industrial. Parecía una mujer muy pobre. Lana la ayudó a levantarse y pudo ver su rostro. A juzgar por aquellas facciones tan peculiares, debía ser una descendiente de maoríes, al igual que Pio. Aquellos ojos marrones se clavaron en Lana. Estaban completamente enrojecidos y vidriosos. Seguramente había estado llorando durante mucho tiempo.

— ¿Estás bien? —preguntó Lana posicionando su mano sobre los hombros de la mujer y notando su temblor—. ¿Te he hecho daño?

— No, estoy bien.

— ¡Estás temblando! Vamos, deja que te lleve al hospital.

— No me duele nada, de verdad. Tiemblo por otra cosa.

— ¿Por qué?

— Se han llevado a mi hija, mi niña... —dijo la pobre mujer regresando a su llanto—. Unos militares se la llevaron.

— Tranquilízate —dijo Lana—. Soy militar, te ayudaré a recuperarla. Debe haber algún error, sube al coche. 

La desolada mujer obedeció. Se la veía tan amarga pero a la vez tan dulce... La inteligente Twain jamás habría imaginado que aquella chica tuviese una hija, la veía demasiado joven. Camino a casa pudo conocerla mejor. Su nombre era Awhina, y a pesar de aquella tosca madurez que presentaba, apenas sobrepasaba los treinta años de edad, aunque lucía mucho más joven. Vivía en la calle con su hija, Mere, una chica de catorce años a la que Awhina no dejaba de referirse como una luz y un tesoro, las mismas referencias que Lana utilizaba al hablar de sus hijos. Daba verdadera lástima ver a una madre en aquel estado, pero más lástima daría aquella noche Lana Twain. Tras un viaje en el que Lana supo que Awhina vivía sola con su hija en condiciones deplorables, sin apenas comer y sin un hogar fijo, el holden se detuvo frente a la casa de los Twain o lo que quedaba de ella, ya que una horda de llamas estaba devorando la vivienda donde Lana y sus hijos vivían. 

Desesperada, salió corriendo del coche gritando el nombre de los suyos, pero las respuestas no llegaban. No dudó entonces en internarse en la casa infernal para buscar a sus hijos. En aquel momento no existía Awhina ni su pobreza, ni tampoco la caótica situación del planeta. En aquel momento solo existían ella y sus pequeños, que podían estar muertos. Todo a su alrededor se convertía con rapidez en pasto de las llamas, pues la casa estaba en su mayoría hecha de madera. El calor parecía palpable, espeso, como si intentase dificultar el paso a la angustiada madre que llamaba sin cesar a sus hijos. El humo negro y asfixiante se condensaba por momentos y a cada segundo que pasaba, Lana respiraba peor. Una enorme viga cayó del techo cuando Lana se disponía a subir las escaleras. Ahora solo podía toser sin parar y la visibilidad había disminuido bastante. Pensó en dar la vuelta, pero seguía tosiendo cuando tropezó con algo y cayó al suelo. Fuera, los gritos de Awhina y el incendio voraz alertaron a las gentes, que se habían congregado en torno al devastado hogar de los Twain. El fuego avanzaba impasible sin que nadie intentase entrar para salvar a Lana o sus hijos. Mientras tanto, en el interior, la castaña apenas respiraba. El humo había invadido sus vías respiratorias y el miedo se había apoderado de su alma y corazón. Seguía en el suelo, incapaz de levantarse. Una cristalina lágrima rodó por su mejilla hasta caer al suelo donde se evaporó con rapidez. El fuego se aproximaba a ella rápidamente, ansioso de degustar su carne y sus huesos, pero una silueta oscura y ancha apareció de entre las llamas como lo habría hecho el ave fénix. Aquello fue lo último que Lana vio antes de sumirse en la inconsciencia. 

Más Allá De Nuestro MundoWhere stories live. Discover now