1. Lana Twain

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Con el sonido del despertador, la actividad cotidiana de la casa comenzó. El silencio se vio brutalmente aniquilado por el sonido del agua al caer sobre el plato de la ducha. El bello cuerpo de una mujer que pasaba los cuarenta años de edad se regozijaba bajo el incesante goce del agua hirviendo sobre su piel morena. Sus dedos masajeaban delicadamente cada parte de su castaño y liso cabello, el mismo que poco después de secarse caería libremente hacia los hombros de la delgada cuarentona. Mantenía los ojos oscuros sellados con fuerza, intentando así evitar el escozor que el jabón produce al entrar en la delicada zona del ojo. Las curvas de la mujer se podían adivinar a través de la cortina verde de plástico. Alargó lentamente la mano para cesar aquella lluvia relajante.

Un hermoso y suave albornoz blanco resguardó su fino y entrenado cuerpo del frío que últimamente asolaba las costas de Nueva Zelanda. Silenciosamente descendió hacia la cocina para prepararse su almuerzo: una taza de té hirviendo con dos galletas integrales. Lana era una mujer militar, una de las mejores de su destacamento, y tenía que mantenerse en forma. Desde bien pequeña supo que lo suyo era la lucha y la guerra. Siempre había querido romper con un ideal que condenaba a aquellas mujeres que querían dedicar su vida a salvaguardar vidas ajenas. En pleno siglo XXII, todavía en muchas mentes parecía algo extraño e incluso criticable ver a una mujer en el ejército. Lamentablemente para muchos, Lana Twain jamás fue una mujer criticable. Mantuvo siempre uno de los mejores expedientes y aquello plagó su carrera militar de éxitos y medallas. Lana también había sido muy feliz en el ámbito personal, casándose con otro soldado militar, el honorable Mark Twain. Fueron muy felices, pero lamentablemente, los horribles sucesos y catástrofes naturales característicos del siglo en que vivían acabaron por arrebatarle la vida. Lana supo sacar adelante las dos joyas que Mark le había regalado en vida: sus hijos. En realidad, la propia mujer se había preguntado en más de una ocasión dónde estaría ahora sin sus dos pequeños. Su princesita y su principito. Por muy buena soldado que fuese, sin aquellos dos tesoros, Lana estaba perdida.

Tras haber desayunado, terminó de acicalarse para salir al trabajo. Sus hijos todavía dormían, y aunque pensó en irrumpir en sus respectivos dormitorios para besarlos y abrazarlos, optó por dejarlos descansar y desaparecer de la casa. Caminó hacia el holden plateado que tenía aparcado frente a la casa unifamiliar en la que vivía. Aquel deportivo de marca australiana era posiblemente el mejor coche que Lana hubiese soñado jamás. Era su único capricho, el único que se había dado en toda su carrera, aunque en aquella época no quedaban demasiados caprichos para nadie, mucho menos para una mujer como ella. Lo encendió y puso rumbo a su trabajo, al lugar del que ahora mismo dependía su supervivencia.

El hermoso coche atravesó las desoladas calles de la ciudad. El gobierno había tomado la decisión de no volver a reconstruirla, pues aunque no supieran la fecha en concreto, era un hecho que tendría lugar un nuevo cataclismo o una catástrofe natural en cualquier momento. Los edificios estaban resquebrajados, aunque la mayoría se resistían a caer y seguían estando en pie. Había trozos de ellos en las calles, que habían aplastado bajo ellos faroles, coches y a algunos desdichados. Las carreteras presentaban un horrible aspecto, estaban completamente resquebrajadas e inundadas por unos matojos de malas hierbas que poco a poco invadían cada lugar de Wellington. Desgraciadamente, mucha gente había abandonado las casas por miedo a que estas se cayeran sobre los niños o ancianos, y la gente vivía atrincherada en la calle, convirtiendo la prestigiosa capital de Nueva Zelanda en un campo de refugiados. Irónicamente, Wellington era de las mejores ciudades del mundo en aquella época. 

Aparcó el coche frente a un gigantesco edificio decorado con una gigantesca grieta en el ala oeste. Era un edificio que el gobierno había acomodado como sede de las nuevas obligaciones del ejército, aquellas que hacían del ejército un protector del pueblo por el que tenía que estar dispuesto a sacrificarse. Las constantes catástrofes naturales habían hecho de Nueva Zelanda un país desdichado y pobre, pero no era una excepción. Países que antaño gozaron de gloria, tales como Estados Unidos, Japón, Gran Bretaña... Todos ellos eran ahora un sumidero de caos, muerte, hambre y enfermedad. Eran pasto del Apocalipsis. Sin embargo, dentro de la horrible situación del mundo, seguían conservando su liderazgo sobre otras naciones en peor estado, y Nueva Zelanda no era la más desdichada ni por asomo.

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