10. Ragna-III, la exotierra

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Los párpados se separaron con muchísima lentitud, como si verdaderamente costase muchísimo volver a abrir los ojos. A pesar de que la habían golpeado incesantemente hasta dejarla inconsciente, Lana recordaba perfectamente que al haber invadido la base Wild Sea los habían atrapado. Observó a su alrededor con mucha dificultad mientras un agudo dolor torturaba a su cerebro, un órgano que estaba forzando para mejorar su visión. Podía ver las paredes de la habitación en la que estaba presa. Ni siquiera se habían molestado en pintarlas, pudiendo observarse los ladrillos utilizados para edificar aquella basura arquitectónica. Intentó levantarse con la ayuda de sus manos pero notó que algo impedía que estas se movieran. Unas esposas de metal la mantenían atrapada, atada a unos barrotes diminutos y finos posiblemente pertenecientes al cabezal de un colchón. Sí. Tenía que ser aquello, pues la superficie sobre la que se encontraba era blanda, como los colchones de mala muerte que se utilizaban en las cárceles militares.

Poco a poco su visión mejoró. Lana se encontraba presa en un cuarto de mala muerte en el que no estaban ninguno de sus amigos, ni tampoco su amado Pío. Estaba atada a una cama desde la que podía ver una estancia sin muebles ni decoraciones, dejando aparte una mesa destrozada y varios taburetes de metal completamente oxidados. ¿Cuántas horas tendría que esperar para que alguien la hiciese despertar de aquella horrorosa incertidumbre? Pues fueron bastantes, unas tres o cuatro horas, aunque Lana no supo el tiempo exacto que pasó sola hasta que una mujer entró por la puerta. Lana no pudo evitar sonreír al ver magulladuras en el rostro de Alice, magulladuras que ella misma había provocado.

— ¿Te sientes orgullosa de haberme golpeado la cara? —preguntó Alice sentándose en uno de los cochambrosos taburetes—. Lógico. Yo también me siento muy orgullosa de haberte encerrado por fin en la pocilga que mereces.

— Pareces algo confusa... El único animal merecedor de castigo eres tú. No creas que porque soy neozelandesa soy estúpida. Deja tus prejuicios racistas a un lado y deja de pensar que eres superior a mí solo por el hecho de haber nacido en esa tierra oscura a la que llaman Estados Unidos. Sé perfectamente quién eres.

— ¿Cómo no saberlo? Soy Alice, más famosa incluso que esa mojigata... Lady Halley... Vamos, grita, atrévete a maldecirme y dime lo mucho que me odias por haberte ganado. Sólo así seré algo más misericordiosa contigo.

— ¿De veras crees que has ganado? Que me tengas aquí apresada no significa nada. Mi plan sigue adelante. Encontraré la forma de liberarme y escapar con mi equipo, y cuando eso ocurra desapareceremos para siempre hasta encontrar a los niños que los sucios corruptos como tú queréis utilizar. Nunca podréis ganarme porque sabéis que realmente soy superior a vosotros.

Alice frunció el ceño. Su rostro reflejaba la ira y la furia que las palabras de Lana habían causado en ella. Su mano derecha, agrupada en un puño, temblaba de una forma antinatural y su mirada se había convertido en un arma a cuyo daño Lana era inmune. Alice se giró y caminó lentamente hacia la otra banda de la habitación, con las manos unidas en su espalda y los pensamientos centrados en hallar las palabras que pudiesen herir a Lana de la misma manera en que aquella rebelde la había herido con tan sólo un par de frases. Pero le fue completamente imposible. Lana siempre acababa ganando en sus enfrentamientos, ya fuesen verbales o verdaderas batallas. Era indiscutiblemente mejor guerrera que ella, pero aquello no podía ser así. No podía permitirlo. Alice no podía estar más descolocada y fuera de sus casillas, si es que alguna vez se mostraba centrada y normal, y cuando una persona se halla tan enfurecida posee muchísimas facilidades para cometer un error. Y Alice cometió uno bien grande al ayudar, inconscientemente, a Lana y el resto de los rebeldes consecutivamente.

— ¿De veras crees que puedes ganar? —preguntó Alice totalmente desquiciada y mirando fijamente a los ojos de Lana con aquella macabra sonrisa—. Por Dios, sabía que en esta tierra la gente es estúpida, pero tú los superas con creces. Nunca podrías haber ganado, Lana. Jamás.

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