La Legión de los Olvidados [S...

By ClaudetteBezarius

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[EN LIBRERÍAS DE AMÉRICA LATINA Y DE ESPAÑA GRACIAS A NOVA CASA EDITORIAL] La lívida mano de una siniestra cr... More

Sinopsis
El Inicio, Parte I
Nahiara
Los Valaistu
Emil
Déneve
El Inicio, Parte II
Memorias evanescentes
Comienzan las revelaciones
Sherezade
Gemelos
Arrepentimiento
Esbozo del futuro
El Protector Keijukainen
Galatea
Rosas blancas
Obsequiando sufrimiento
Los Doce Páramos de la Destrucción
Tétricos sueños
La Alianza de Callirus
El Páramo de la Ira, Parte I
Los deseos de Kylmä
El Páramo de la Ira, Parte II
Tempestad
En lo profundo
Perturbadoras reminiscencias
El diamante rojo del Ave del Paraíso
Fragmentos
Tierra de plañidos
Nina
Al borde de la locura
Visiones
El beso de la muerte
Silenciado
Distante
Sydän de fuego
Bianca
El secreto de Fenrisulf
Conexión
Reencuentro
Vía de escape
Preparativos para la batalla
El principio del fin
Vínculo prenatal
Cumplimiento de una profecía
Cadena de atentados
Unidos
Oscuridad
Epílogo
Hija de luz y oscuridad
Marcapáginas descargable
Librerías
Personas que tienen un ejemplar y lugares en donde está presente la novela

Elecciones

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By ClaudetteBezarius

No tuvo tiempo de oponer resistencia o de intentar llevar a cabo alguna hazaña escapista. El inmenso cúmulo de arena era una simple pantalla para distraer y mantener oculta la entrada al recinto más temido de todo el Páramo del Engaño: el "Reservorio de los Mil Bulbos Evocativos". Dahlia sólo pudo contener la respiración al tiempo que cerraba sus ojos y boca, para así evitar que el polvillo cobrizo se le colase dentro de alguno de sus orificios naturales. Tras unos pocos segundos, la incertidumbre se transformó en pánico, pues la chica comenzó una larga caída libre a través de un tenebroso túnel. Lanzaba chillidos desesperados que rebotaban contra las cavernosas paredes y regresaban a su punto de origen, atacando los oídos de la chiquilla con mucha más potencia sonora de la que ella había empleado al emitirlos. El molesto silbido que se había apoderado de sus tímpanos la estaba enloqueciendo. La ausencia de iluminación y un penetrante hedor a comida en descomposición le provocaban a la muchacha unos intensos deseos de vomitar y de prorrumpir en llanto. Había perdido la noción del tiempo y el espacio. Lo único que percibía era una extraña y creciente pesadez en todas sus extremidades. Las energías para gritar se le acabaron tan pronto como fue capaz de comprender que eso era un esfuerzo inútil. Nadie vendría a socorrerla. Y si tenía intenciones de seguir luchando, debía ahorrar las pocas fuerzas de que disponía, en vez de desperdiciarlas de forma tan tonta. Sin embargo, la sensación de vacío en el vientre, su acelerado ritmo cardíaco y su respiración irregular fueron solo algunos de los factores que la aterrorizada joven no logró controlar. No había nada que pudiese tranquilizarla, dado que continuaba cayendo en picada hacia un sitio desconocido y peligroso.

Después de un extenso lapso sin tocar tierra firme, Dahlia estaba casi convencida de que había atravesado el vórtice de un agujero negro o algo parecido. Aunque creía que sus ojos ya deberían de haberse habituado a la oscuridad, seguía tan ciega como al principio de su descenso a las profundidades de aquel páramo. Al menos el olor nauseabundo se había terminado, pero no así las anomalías del lugar. Lo más extraño de todo era que su cuerpo se sentía muy liviano y la velocidad con la que caía poco a poco empezó a ralentizarse, cual si fuese un archivo de video reproducido en cámara lenta. Sus músculos y articulaciones estaban relajados. Cada inhalación y exhalación era pausada, bastante profunda. Su atribulada mente logró encontrar el camino hacia la añorada tranquilidad que hasta hace muy poco le había parecido inaccesible. La atmósfera se cargó de un agradable vaho tibio, inodoro e incoloro en su totalidad. El encuentro de la rubia con el fondo del oscuro tramo subterráneo sucedió de modo tan repentino que ella no pudo hacer otra cosa que explotar en incrédulas carcajadas. Era increíble que no tuviese ni un pequeño rasguño después de semejante caída. Tuvo que permanecer recostada un buen rato, asimilando el nuevo entorno y reacomodando sus desordenados pensamientos. Aunque todavía estaba rodeada por un denso manto de penumbra, bajo sus pies pudo distinguir varios puntitos de los cuales emanaba una mortecina luminiscencia de tonalidad violeta. Se puso de pie con gran sigilo y se dedicó a observar aquellas diminutas fuentes de tenue resplandor. No podía tocarlas, ya que estaban resguardadas por una gruesa capa vítrea. La superficie que pisaban sus cautelosos pies era lisa, fría, resbaladiza e indeformable, tal y como si estuviese visitando una amplia pista de patinaje sobre hielo recién inaugurada.

Un suave repiqueteo, seguido de un gracioso resoplido, resonó por todo el área. Dichos sonidos llegaron muy claros a los oídos de Dahlia y la hicieron voltear la cabeza hacia la derecha, de donde le pareció que provenían. A unos cuantos pasos de ella se distinguía la maciza figura de un potrillo transparente, como el mismísimo cristal de cuarzo. El lomo y las cuatro extremidades del vigoroso animal estaban recubiertos de nívea escarcha. Su aterciopelada crin y su larga cola ondulada destellaban con cada ligero movimiento del mismo, colmando la estancia con una asombrosa fosforescencia argentina. Tanto de las fosas nasales como de los belfos, el corcel exhalaba una helada humareda de color celeste turquesa muy intenso. La chica había comenzado a tiritar y a frotarse los brazos con sus manos casi sin darse cuenta, debido al brusco descenso en la temperatura del lugar, el cual estaba siendo producido por el hálito del magnificente equino. Aunque le encantaba contemplar a la hermosa bestia glacial, ella hubiese preferido que el clima cálido de antes prevaleciera.

El sepulcral silencio sólo era interrumpido por los ocasionales bufidos y las repetidas coces contra el suelo que propinaba el singular caballo, dado que la rubia no se atrevía a abrir la boca ni siquiera para bostezar. Sentía un creciente recelo en todas y cada una de las células que la componían. Su instinto le indicaba que no se moviera. "No puedo arriesgarme a que este animal me haga daño sólo por alguna imprudencia mía. Es mejor si espero un poco. Quizás se me indique de alguna manera lo que debo hacer", razonaba Dahlia, procurando ser positiva. No obstante, transcurrieron varias horas durante las cuales ella estuvo sumida en la inactividad total. Y todavía no había señales de que fuese a ejecutarse algún cambio en la conducta de la criatura salvaje. De repente, las piernas de la muchacha comenzaron a mostrar signos de entumecimiento. Tenía muchísima sed y los párpados le pesaban una enormidad. No pudo evitar que su organismo cayese preso de los efectos del agotamiento. Se desplomó contra la gélida superficie sobre la cual había permanecido en pie por quién sabe cuánto tiempo. Con las escasas fuerzas de que disponía, logró mantenerse consciente y pudo ver al potrillo acercándosele. Estaban cara a cara ahora. El corcel la miraba a los ojos mientras se aseguraba de que ella inhalase de manera directa su frío aliento. La chiquilla no tardó en dejarse llevar por el adormecimiento propio de las víctimas de la hipotermia...

La muchacha jamás supo cuánto tiempo estuvo dormida. La imagen que su cerebro procesó al despertar le causó potentes escalofríos e interminables palpitaciones. Estaba en el interior de un colosal témpano, inmovilizada de pies a cabeza. Le habían adherido un centenar de finos tubitos por todo su cuerpo, a través de los cuales era posible ver su sangre circulando. Nadie podría decir a ciencia cierta si le estaban robando su fluido vital o si le estaban transfundiendo alguna sustancia mediante este, pero, sin importar lo que estuviese sucediendo, no parecía ser una acción beneficiosa. Sin embargo, había una cosa que la aterrorizaba aún más: no podía recordar nada. No tenía borrosos recuerdos de la infancia o memorias de los más recientes acontecimientos. Todo lo que tenía era una difusa laguna en su cabeza. No sabía cuál era su nombre ni tampoco podía evocar cómo comunicarse mediante palabras. Le era imposible descifrar el significado del mundo que la rodeaba. Estaba casi en la misma condición en la que se hallaría una niñita con unas pocas semanas de haber nacido: indefensa y dependiente.

Una gutural voz con un dejo de masculinidad se escuchaba a la distancia. Las palabras que pronunciaba eran incomprensibles para la rubia. Podían haber sido dichas en cualquier lengua terrestre o alienígena y ella, de igual manera, no las hubiese podido descifrar. Un mar de miedo y aturdimiento absoluto la agobiaba. El retumbante sonido del ente que monologaba se percibía cada vez más cerca. Con pasmosa rapidez, una gigantesca mancha escarlata apareció y se dio a la tarea de envolver el exterior del témpano en donde se encontraba Dahlia aprisionada. Un estentóreo crujido inundó los tímpanos de la jovencita. La descomunal cárcel de hielo que la mantenía paralizada se fue resquebrajando hasta que quedó reducida a cientos de miles de microscópicos fragmentos. Una sustancia semejante al líquido amniótico en el vientre de una fémina embarazada la envolvía y le permitía desplazarse nadando, pero no la asfixiaba. Al contrario, la muchacha respiraba mucho mejor que estando fuera de allí.

Después de que hubo cumplido con el objetivo de liberarla, la mancha escarlata redujo su tamaño de manera gradual hasta que regresó a su estado original. Una inarmónica aglomeración de fibras carnosas fue lo que se materializó en frente de la chica. Parecía ser una bola de grasa sin osamenta ni rostro visible, cubierta por múltiples apéndices envueltos por una espesa capa de mucosidad verdosa. Todos aquellos filamentos vivientes exhibían una inusual velocidad en sus elásticos movimientos. Se comportaban de la misma manera en que lo harían un grupo de lombrices marinas al ser colocadas en una sartén colmada de aceite hirviendo. Unos difusos rayos azules fueron irradiados desde cada una de aquellas babosas extremidades y, como consecuencia de ese acto, la línea de pensamientos de la rubia se aclaró de repente. Ya podía entender lo que se le decía e incluso lograba pensar en algunas posibles respuestas. Una vez más, la áspera voz procedente de la bizarra entidad carmesí se manifestó.

—Soy Simuska, el Centinela de los Bulbos Evocativos. Cuando yo me retire de tu presencia, se te mostrarán todos los recuerdos que llevabas dentro de tu mente antes de la depuración cerebral que te practiqué. Vendrán a ti en parejas, y tendrás que decidir cuál de los dos recuerdos que presencies en ese instante es el recuerdo correcto. Cuando hayas hecho tu elección, el recuerdo que descartes desaparecerá para siempre. Deberás tener muchísimo cuidado con los recuerdos que elijas, puesto que en tu cabeza encontramos dos grupos de memorias. Al parecer, no sólo posees tus recuerdos, sino que también posees los de alguien más. En la mayoría de las ocasiones, verás los escenarios de la misma manera en que fueron percibidos a través de tus ojos tiempo atrás. No obstante, algunas veces verás las cosas a través de los ojos de la otra persona cuyas memorias habitaban dentro de tu cerebro. Así que no te vayas a equivocar, dado que podrías destruir tus más preciados recuerdos y conservar unas memorias ajenas en su lugar. ¡Escoge con sabiduría!

Habiendo entregado el sorprendente mensaje, Simuska se perdió de la vista de Dahlia. Se marchó nadando tan rápido como un relámpago. Mientras ella aún se preguntaba cuál era el verdadero significado de aquellas enigmáticas palabras, el líquido semi-transparente que la rodeaba se fue oscureciendo hasta tornarse en una especie de tinta tan negra como el abismo. A continuación, aparecieron un par de masas violáceas bioluminiscentes, bastante redondeadas, cuya apariencia era muy similar a la de las cebollas. Dichos bulbos se posaron con delicadeza sobre los hombros de la joven. Ambos palpitaban y se retorcían al unísono, a la espera de que ella los tomase entre sus suaves manos. La rubia no comprendía qué era lo que debía hacer, así que los dos inquietos bulbos le susurraron al oído.

—Sujétanos con tus dedos, pequeña. Mira nuestro interior y después elije con cuál de nosotros te quedarás...

—¿Cómo sabré cuál es el bulbo apropiado, si no puedo recordar nada acerca de mi pasado? Ni siquiera conozco mi propio nombre...

—Tan pronto como hayas escogido el primer bulbo, tendrás tu primer recuerdo de vuelta, y este despejará tu camino hacia todos los demás recuerdos.

—¿Y si me equivoco en mi primera elección? ¿Tendré de vuelta todos los recuerdos equivocados? ¿En verdad se desvanecerán de manera permanente los recuerdos que yo descarte?

—Tú sólo preocúpate por elegir con sabiduría, niña...

La muchacha respiró profundo en repetidas ocasiones, con el objetivo de calmar sus nervios y tener su capacidad de concentración al tope. La sola idea de que podía equivocarse en su primera elección y así dar pie a que una cadena de memorias ajenas poblara su cerebro le producía potentes escalofríos y una terrible descarga de tensión muscular. Sus manos estaban entumecidas y sudorosas al momento de asir las masas bulbosas. Teniendo un bulbo en cada palma, Dahlia cerró los ojos por unos segundos, como si le rezara a Dios para que la guiase en ese difícil trance. Acto seguido, tomó el bulbo en su mano izquierda y se asomó por la estrecha abertura que había en la parte superior del mismo. De inmediato, comenzó a ver a través de los ojos de la dueña de aquel recuerdo.

Una mujer encinta, demacrada y sudorosa, de tez pálida y largos cabellos negros, estaba tocando una hermosa canción de cuna. Sus dedos se deslizaban con increíble destreza sobre las cuerdas de su lira, mientras que su melodiosa y débil voz entonaba la letra, impregnando cada nota de mucha ternura. Después de una casi imperceptible transición de imágenes, la misma fémina estaba ahora en plena labor de parto. Se hallaba sola en medio de un bosque. Era de noche y la luna llena podía verse sin dificultad. Sus rayos iluminaban a las múltiples rosas blancas que rodeaban a la parturienta. Una delicada niña, tan pálida como la madre, fue lo que dio a luz aquella dama. La madre sostuvo a la pequeña entre sus brazos durante unos pocos minutos. Con su último aliento, pronunció el nombre que había escogido para ella: "Nahiara". Luego de ello, la mujer expiró, estando la criatura todavía en sus regazos...

La joven Woodgate, tan temblorosa como una gelatina, levantó la vista. Estaba jadeando y su pulso se había acelerado de forma considerable. La memoria que acababa de contemplar la había alterado mucho, aunque no podía explicarse ni a sí misma por qué fue así. Ver la triste agonía de aquella sufriente mujer le había partido el corazón. Pero no tenía suficiente tiempo para compadecerse de ella, así que se apresuró a tomar el bulbo que reposaba sobre su mano derecha y se dispuso a examinar la segunda memoria de que disponía.

Una muchacha de lustrosos rizos rojos y tersa piel blanca, rebosante de buena salud, estaba haciendo los preparativos para el día de su alumbramiento. Se la veía muy feliz mientras se paseaba por la que sería la habitación de su pequeña. Las paredes estaban pintadas de un tono magenta suave, y había unos detallados estampados florales sobre ellas. Entre risas, la dama le susurraba al fruto de su vientre: "Oh, Dahlia, te amo tanto, mi niña". Otra sutil transición de imágenes se dio. En esta nueva escena, la madre ya había parido. Se encontraba recostada en un amplio catre de hospital. Una enfermera le trajo a su mujercita recién nacida, tras haberle quitado de la piel los restos de placenta y sangre. La mamá primeriza miraba a su hijita con los ojos llenos de lágrimas de alegría. No tardó en cubrir el rostro de su bebé con muchísimos besos. Y aunque la marca dorada que encontró en la parte posterior de la cabeza de la niña le pareció extraña, decidió ignorarla e incluso la besó también...

La jovialidad de aquella madre y la atmósfera de ternura que había surgido en torno al nacimiento de su bebé enternecieron el corazón de Dahlia. Esa visión llenó a la pelirrubia de gran paz interior. Sin embargo, la muchachita presentía que algo no marchaba bien con esa memoria. A pesar de que era luminosa y alegre, la escena le transmitía la rara impresión de que muchas de las cosas que se veían en ella eran falsas, pero... ¿cuáles?

—Y bien, niña, ¿con cuál memoria te quedas? ¡Será mejor que te des prisa! —espetaron los bulbos, chillando de impaciencia.

Ya que no podía darse el lujo de sentarse a meditar en lo que había visto, la chica se dejó llevar por sus instintos e hizo su elección.

—Bueno, ya lo he decidido. Me quedaré con la primera memoria —declaró Dahlia, sin rastros de vacilación en su voz.

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