f o u r.

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Gustabo se levantó extrañamente de buen humor. Sentía el ambiente de su hogar cálido a pesar de las altas temperaturas de la ciudad; era algo agradable. No quería desayunar en su casa, y por primera vez en mucho tiempo, podía tomar esa decisión. 

Le marcó a Horacio y a Emilio y les propuso ir a desayunar a algún lugar del centro hasta hacer tiempo de entrar a sus respectivos empleos. Ambos chicos aceptaron con gusto y el menor se dispuso a salir de su hogar esperando que su amigo de cresta pasara a recogerlo con su Audi rosa pastel. Minutos después de esperar con el móvil en la mano, el carro del recién nombrado se estacionó frente a él.

—¡Gustabo! —exclamó el chico desde adentro del vehículo con una sonrisa.

—Hombre, Horacio —saludó el menor adentrándose al auto.

—¿Como estas tio?

—De puta madre, me levantado con un buen humor que te cagas —contestó mientras se colocaba el cinturón de seguridad y su compañero arrancaba el coche.

—Volkov me ha comentado que has pagado la fianza de tu padre —comentó sin despegar la vista de la carretera.

—Si, he ido ayer por la noche.

—¿Y ya está en tu casa?

—La verdad es que ha ocurrido algo extraño...

—Cuéntamelo todo -pidió soltando un chillido; aunque el chico de cresta, ya sabia todo, o gran parte, de lo ocurrido gracias a Volkov, quería escucharlo de la boca de su amigo.

—Luego de salir de comisaría, estábamos por volvernos a casa. Pero justo llegó el Superintendente...

—Horacio lo interrumpió.

—¿El superdetergente

—El mismo —sonrió Gustabo recordando el buen gesto de su jefe—. No había ofrecido llevarnos a casa y tal, pero mi padre es de boca suelta, ¿sabes? Y ha insultado a Conway. Al principio pareció controlarse, pero luego lo volvió a molestar y ahí se puso en modo diablo, como diría Pablito, que en paz descanse.

—Que en paz descanse —repitió el conductor melancólicamente.

—La cuestión, es que Conway le dio de porrazos a mi padre, y terminó por dejarlo inconsciente—hizo una pausa—. Le marcó a Volkoff para que lo socorriera y luego de eso me llevó a mi casa. ¡Y adivina lo que pasó! —exclamó con entusiasmo.

—¿¡Que paso!? —preguntó Horacio igual de entusiasmado.

—¡Adivina hombre, joder! —dijo Gustabo con falsa molestia.

—No lo sé tío, dímelo.

—Ha accedido a entrar a mi casa.

El carro paró de golpe haciendo que el cinturón de seguridad de Gustabo amortiguara la frenada que había metido Horacio, quien miraba atónito al menor: —¿Estas de broma, no?

—No. Y como vuelvas a frenar así, llamo a Conway para que te dé porrazos, hijo de puta.

—Es que ya hemos llegado y encima la sorpresa de tu noticia. 

Gustabo bajó del coche algo abatido por el reciente incidente mientras admiraba la cafetería que tenía enfrente.  A través de los grandes ventales que contenía la misma, logró divisar a Emilio sentado en una mesa. Horacio cerró el vehículo con la llave y siguió al chico de remera blanca, que se dirigía al interior del local.

—¡Emilio! —Gustabo llegó a un lado del chico saludándolo con efusividad haciendo que se sobresaltara.

—No mames hijo de tu pinche madre, casi que me lleva el diablo del susto que me he pegado.

—¿Que tal, guapo? —saludó burlón Horacio sentándose al lado de Gustabo.

—Ay no vengas con tus joterias acá, cabrón. ¿Quiubo pue'?

—Te hemos extrañado güey —habló Gustabo con un acento mexicano desastroso, lo cual hizo que Emilio lo mirara extraño y el chico de cresta riera—. Nosotros, seguimos de alumnos en el CNP, y tú, ¿que tal en el mecánico? —preguntó el menor revisando el menú.

—Pues, esta bien chingon el trabajo y pagan un huevo, no me quejo.

Antes de que pudieran responder, una mesera se acercó al trío: —Buenos días, ¿les tomo su orden?

—Si, por favor señorita—se adelantó a hablar el mexicano—. Un batido de fresa para el crestita, un capuchino para el otro, y para mí un café amargo acompañado de su numero de teléfono.

Gustabo y Horacio se miraron aguantando una risa, mientras que la chica se sonrojó levemente y asintió: —Enseguida —sin más, desapareció con la libreta en mano.

—Joder con Emilio —habló Gustabo riendo a carcajadas—. Al menos le acertaste a las bebidas.

—Ya para la próxima les enseño, jotos.

—Hablando de joterio, Emilio adivina por quien esta colado nuestro Gustabito —Horacio codeaba al chico mientras le guiñaba un ojo.

Awatafaka —exclamó el ojiazul con confusión en su rostro mirando a su amigo.

—Ya güey, suelta el chisme.

Horacio miro para todos lados, como comprobando algo, y se acercó a el odio del mexicano susurrándole lo suficiente para que también oyera Gustabo: —Nada más y nada menos, que nuestro señor Superintendente Jack Conway.

—No mames —exclamó Emilio soltando una carcajada.

—¿¡Que!? —el menor estaba alterado, y sin intenciones, su cara se torno roja de la vergüenza.

—Mira si hasta se ha puesto como un tomate  —Emilio lloraba de la risa—. Joder, que cabrón.

—Es mentira.

—Ya, y al otro joto no le gusta el Volkoff ese —habló Escobilla señalando a Horacio. Quien frunció el ceño.

—Es Volkov —corrigió.

—¿Ven?

Antes de que alguno de los presentes pudiera siquiera quejarse, la camarera que les había tomado el pedido anteriormente, llegó con el desayuno.

—El batido de fresa para usted, le coloqué un chocolate al costado como regalo —se lo entregó a Horacio con una sonrisa—. Para usted el capuchino y de regalo galleta con chispas de chocolate —esta vez se lo entregó a Gustabo—. Y para usted el café amargo junto a mi número, llámame —le sonrió tiernamente a Emilio entregándole el papel. Y bajo la mirada sorprendida de los tres amigos, la chica se retiró a atender a otra mesa.

—Me he enamorado, cabrón —habló el mexicano aun con la mirada fija en la chica.

—Es un ángel —Horacio imitó a Emilio.

—Claro —los chicos se giraron a mirar a Gustabo, quien estaba al borde de atragantarse con la galleta—. ¿Que?

Ambos negaron mientras se reían y el menor imitaba su acción; sin dudas le hacía falta juntarse con sus amigos.








𝐝𝐚𝐝𝐝𝐲 𝐢𝐬𝐬𝐮𝐞𝐬 ; intenaboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora