Capítulo XXIII.- La verdad

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Puede que Cecily no hubiera encontrado a Dios, pero estaba bastante segura de haber hallado algo parecido al sentido de su vida.

Estaba sumergida en ello cuando un par de golpes secos en la puerta la hicieron alzar el rostro del microscopio.

—¿Señorita Cecily? Señorita Cecily, tiene una visita.

—Que se vaya —respondió alzando la voz sin moverse de su sitio, acompañando su réplica con una mueca de exasperación—. Estoy ocupada.

Iba a volver a inclinarse sobre el microscopio cuando Harris volvió a hablar.

—Es el señorito Dio, ¿seguro que quiere que le eche? No tiene muy buen aspecto.

La joven frunció el ceño. Se sacudió las manos en la falda y se decidió finalmente a abrir. Harris no dirigió una sola mirada al interior del estudio. Cecily lo prefería. No le apetecía verle fingir indiferencia.

—Le recibiré en la salita de té, gracias, Harris.

El mayordomo se inclinó profundamente y se marchó a buen paso. Cecily se dirigió a la salita y tomó asiento en uno de los sillones, sin molestarse en revisar su aspecto, que seguramente no era el mejor. Pero cuando Dio entró en la estancia acompañado del mayordomo, todas aquellas superficialidades dejaron de tener importancia alguna.

—Santo dios, ¿qué te ha ocurrido? —Dio no respondió. La mirada abrasadora se fijó en ella de un modo casi febril—. Harris, prepare algo de té, por favor. Y traiga también la botella de brandy. Y un cuenco de agua tibia, y unas gasas.

Cuando el sirviente desapareció, Cecily se acercó a su amigo con cautela. Este parecía perdido, imprevisible, igual que un animal acorralado. La miró un instante y abrió los labios, pero era incapaz incluso de hablar debido a la tensión; su mandíbula temblaba, así que volvió a apretarla. Ella quiso ponerle una mano en el brazo, pero él se apartó con brusquedad.

Cecily no hizo otro intento, se quedó inmóvil, estudiándole con la mirada llena de preguntas. Nunca le había visto así. No era por el enorme moratón que lucía en la mandíbula, una contusión cuya mancha violácea se extendía de forma grotesca por su rostro de porcelana. Tampoco por el aspecto descuidado de sus ropas, que estaban manchadas de verdín y barro, ni por la forma en que sus cabellos, habitualmente bien peinados, se retorcían en ondas salvajes. Era aquella luz insana en su mirada llena de rencor, la expresión lívida y perdida, la desesperación rabiosa que irradiaba su persona. Había visto una imagen parecida una vez, en un cuadro de Cabanel que representaba a Lucifer expulsado del Paraíso.

—Dio, háblame.

Los ojos ámbar volvieron a clavarse en ella, como si por un momento se hubiera olvidado de que estaba allí. Una respiración rasposa, casi un resuello animal, brotó de su garganta.

—Creo que tengo un brazo roto.

Cecily parpadeó, desconcertada. Bueno, al menos eso era algo que se podía solucionar.

. . .

16 de junio de 1884

Mi querido Jonathan:

Te escribo esta carta con el corazón angustiado, pues un gran pesar me aflige. La enfermedad y el desasosiego han hecho presa en mí igual que cuervos sobre la carroña, pero aun sintiéndome sin fuerzas, debo hacer esto. Mi pluma avanza con dificultad sobre el papel, me cuesta hallar el modo de relatarte lo que en conciencia debo. Tengo la certeza de que dirigirte estas palabras es lo correcto, pero no por ello se me antoja un trance menos duro.

Tú, mi más querido amigo, siempre has sido una luz en mi vida. A veces tu resplandor era tenue y otras brillabas como un astro refulgente, pero jamás te apagaste en mí. Siempre te admiré, siempre anhelé tu compañía pero por encima de todo, siempre quise tu bien, ya estuvieras cerca o lejos, fueran o no nuestros pasos en la misma dirección. Sé que no siempre nos hemos entendido. Sé, también, que algunas de las cosas que siento y pienso acerca de personas a quienes aprecias nos han separado. No obstante, te ruego paciencia una última vez y que examines los hechos que aquí voy a narrar con una mirada justa, limpia de prejuicios y sincera. Es lo único que te pido.

El fuego y la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora