Capítulo XXI.- Abrir los ojos

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—Comprendo. Además, llega un momento en la vida en el que cuesta separarse de las cosas que uno aprecia, ¿no es cierto? —comentó, desviando la mirada hacia su esposa y sujetándole la mano. Esta le devolvió una sonrisa reservada.

—No sé de qué estáis hablando, padres, pero deseo que lo paséis bien. Yo plantaré un par de nuevas especies en el jardín y puede que retome las clases de piano. Por cierto, ¿habéis oído hablar de Clair de lune? Es una nueva melodía muy popular ahora en París, madre.

—¡Por supuesto! Es maravillosa, ojalá podamos escucharla pronto. Aunque los intérpretes ingleses son demasiado hoscos, mejorando lo presente, claro.

La conversación giró hacia aquel apasionante tema. Dio contuvo media sonrisa. Cecily era realmente hábil manipulando las situaciones, mejor que muchos adultos curtidos.

Volvió a meditar sobre lo que había hablado con Jonathan en el camino. Obviando el sabor amargo de cierta parte de la conversación, la idea de comprometerse con Cecily parecía cada vez mejor. Después de todo, con ella se entendía bien. Era una de las personas que menos le molestaba en el mundo, si no la que menos. Le agradaba su compañía y aunque a veces su entusiasmo por la muerte y los fantasmas le parecía pueril y poco serio, al menos con ella podía relajarse por completo y ser tal cual era. O casi.

No era tan estúpido como para confiar plenamente en la joven, claro. Pero sí podía confiar lo suficiente. Y conociendo gran parte de sus secretos, tenía cierto poder sobre ella que no le costaría utilizar llegado el caso. «Pero si en el futuro sucumbe a esa naturaleza habitual en las mujeres y decide ser madre o tener una vida normal, ¿qué haremos? Tendríamos que divorciarnos y eso acabaría por completo con su reputación. Aunque dudo que eso a ella le importe». El plan podría tener éxito, pero la idea no le terminaba de convencer. Si le gustaba su relación con Cecily era en parte porque no sentía esa necesidad de controlarla ni dominarla. Por eso podían ser amigos. La miró de manera estudiada. Los ojos verdes de la muchacha se fijaron en él con serena frialdad. «Seguro que está pensando en qué aspecto tendría asfixiado, o algo así», pensó. Como si le hubiera leído la mente, ella sonrió con disimulo.

Mientras la conversación derivaba hacia anécdotas de los viajes de Lord y Lady Ward, Dio garabateaba con el tenedor sobre su plato, pensando en los eventos de aquella tarde. Ganar el partido no había sido una novedad, pero siempre resultaba agradable. No solo por los halagos y la admiración ajena, que tanto alimentaban su ego, sino también por el propio juego. Le gustaba ganar, eso lo sabía desde que era un niño. Pero con Jonathan había aprendido que también le gustaba que ganaran los dos, casi tanto como ganar únicamente él. Sus jugadas combinadas siempre eran perfectas, en el rugby igual que en todo. Cuando compartían un pase intuitivo como el de aquella tarde se sentía único entre la multitud, como si solo él fuera capaz de ver ciertos colores o percibir algo de la realidad. Solo él y Jonathan, cómplices en el centro de una multitud engañada.

Cuando el partido finalizó, se había entretenido a propósito para hacerle esperar. Seguía encontrando un extraño placer en aquellas pequeñas torturas con las que le zahería de cuando en cuando: hacerle esperar, ya fuera en el camino, en la puerta de la mansión o en la cama, durante las noches apasionadas que compartían; robarle los bollos de mantequilla que tanto le gustaban para comerse el último delante de sus narices, esconderle los tirantes y hacer que tuviera que buscarlos por toda la mansión. Jonathan reaccionaba de distintas formas. A veces se enfadaba con él, y eso le gustaba. Otras veces le ignoraba con cierto desdén y eso también le gustaba. Y cuando se lo tomaba bien... también le gustaba. Todas sus reacciones eran encantadoras.

«Supongo que sí soy un poco infantil», se dijo, recordando la amarga conversación durante el trayecto de vuelta a casa. No, a veces no era todo un camino de rosas. La fuerza y la determinación de Jonathan, lo claro que parecía tenerlo todo siempre y la manera en que le enfrentaba y derribaba sus excusas y sus autoengaños le enfurecía tanto como le maravillaba. Pero sobre todo le enfurecía. A veces se enfadaba tanto con Jonathan que le atacaba de forma cruel, tenía que admitirlo. Aunque intentaba no hacerlo. Y cuando no lo conseguía, se esforzaba en compensarlo. Aquella noche tendría que compensarle otra vez.

El fuego y la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora