XIII.- Corazón delator

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La semana anterior habían comenzado los sueños. Al principio le costaba entender lo que ocurría en ellos, y muchas mañanas ni siquiera lo recordaba. Solo se despertaba en la cama, sudoroso y confuso, encontrando su cuerpo alterado y manchas de humedad muy vergonzosas en lugares inconfesables. Los primeros días sintió angustia. Luego buscó en la biblioteca de su padre en pos de respuestas a sus muchas dudas, pero no encontró nada, salvo un extraño libro en un idioma totalmente desconocido para él con dibujos orientales en los que aparecían personas desnudas. Se lo llevó y lo estudió con detenimiento, aunque no consiguió averiguar del todo lo que le estaba pasando ni por qué sucedía, pero sí descubrió muchas otras cosas que estimularon aún más su imaginación.

Los sueños pararon cuando empezó a tomar conciencia de la situación gracias al extraño libro y fue capaz de proporcionarse a sí mismo el desahogo que necesitaba. No era algo de lo que se sintiera orgulloso, pero tampoco especialmente avergonzado. Sí que intuía que debía mantenerlo en secreto y llevarlo a cabo con la mayor discreción posible, pues así eran todas las cosas que tenían que ver con aquellas partes del cuerpo que ponían en entredicho la decencia. Al principio le resultaba extraño, aunque placentero y liberador. Después, con la experiencia, fue averiguando más sobre sí mismo y aprendiendo a sacar mayor partido a sus prácticas.

Invariablemente, cuando se dedicaba a aquel menester, su mente se llenaba de imágenes inapropiadas de su hermano adoptivo. No había nadie más que le provocara aquellas sensaciones y reacciones, y la inocencia que antaño poblaba sus fantasías se iba resquebrajando poco a poco. Escenas tórridas y a veces incluso obscenas se cruzaban por su mente en aquellos momentos en los que la culpa no tenía cabida. Le veía tendido sobre las sábanas con los párpados entrecerrados, los labios abiertos y húmedos, la respiración jadeante. Le veía desnudo junto a él, tocándole, permitiendo que las manos de Jonathan recorrieran su cuerpo pálido y escultural. Le veía dejando de lado todo dominio de sí mismo, rindiéndose al deseo, gimiendo su nombre. Situaciones más que sugerentes se presentaban ante él como una posibilidad real, y aunque algunas partes de sus fantasías se mostraban muy explícitas y detalladas, en otras no había demasiada concreción. Eso sí, siempre escuchaba su voz, aquella voz que le intoxicaba como una droga. Y en su imaginación, Dio no le decía que parase, sino todo lo contrario.

Tras aquellas actividades, le costaba mirar a su hermano a la mañana siguiente. Mantenía sus inconfesables descubrimientos en absoluto secreto e intentaba fingir que todo continuaba como siempre. Aquel aprendizaje le permitió darse cuenta, eso sí, de que ciertas cosas que sucedían cuando Dio y él estaban a solas no ocurrían solo en su cuerpo. También despertaban en su hermano, y de hecho, finalmente entendió algo: era justo cuando aquel lugar pecaminoso empezaba a volverse consistente a través de la tela de los pantalones, cuando Dio le exigía que se detuviera.

«Así que eso es lo que no quiere que pase», pensaba, fascinado.

No entendía qué había de malo en aquellas cosas, aunque algo le decía que debían ser malas, pues no se hablaba de ellas. Nadie mencionaba siquiera esos asuntos y las partes del cuerpo involucradas eran tratadas como poco menos que añadidos demoníacos en el físico del hombre, que por otra parte se decía que estaba hecho a imagen y semejanza de Dios. Aquella contradicción le aturdía. Para colmo, no tenía a nadie con quien hablar del asunto. Hacerlo con su hermano era impensable, pues seguro que él se daría cuenta de que era su persona quien despertaba tales deseos. No se sentía tampoco con ánimos de preguntar a su padre. Seguramente le decepcionaría, o le regañaría por tener semejantes pensamientos.


Todo era demasiado confuso, y le avergonzaba terriblemente. Y sin embargo, en el fondo de su corazón no podía creer de verdad que hubiera mal alguno en sentirse así. En las ilustraciones del libro oriental, las personas aparecían muy tranquilas y con expresión relajada mientras hacían todas esas cosas.

El fuego y la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora