VIII.- Dorada tarde de otoño

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19 de septiembre

Tiempo después, a Jonathan le costaría definir el momento exacto en que todo cambió. En ocasiones, el cambio no es simplemente cruzar una línea o desviar la dirección, sino que consiste en una sucesión de instantes encadenados, un proceso tan paulatino como el devenir de las estaciones. Por eso, al cabo de los años, Jojo no sería capaz de ubicar el punto exacto en el que había empezado a ver a Dio más allá de los muros que él alzaba, el instante en que su alma se había inclinado hacia él de manera fatal. Puede que todo comenzara el día en que se estrecharon las manos, sellando una tregua que se prolongaría por años. O mucho antes, tal vez cuando se encontraron en el corredor una noche de tormenta en la que a ambos les temblaban las manos y parecía mejor estar enfadado que asustado.

Fuera como fuese, la noche del 10 de octubre, frente al piano, Jojo fue consciente por primera vez de que algo realmente profundo ocurría entre los dos. Una conexión especial. Una vibración simpática, como la de una cuerda que resuena con los armónicos de otra. Algo que nunca antes había experimentado con anterioridad, una sensación de plenitud desconocida y mágica, casi sobrenatural.

No sabía cuándo había empezado todo, pero aquel momento supuso el final de una transición, el comienzo de algo nuevo. Desde entonces, nunca pudo ver a su hermano con los mismos ojos.

Que Dio era un muchacho admirable no suponía ninguna novedad. A esas alturas, todo el mundo lo sabía en la región. Inteligente, culto, refinado, amable y carismático, los jóvenes peleaban por ser sus amigos, los adultos no podían evitar favorecerle y las chicas suspiraban por él. Jonathan compartía aquella admiración, eso tampoco era algo nuevo. Pero nadie mas que él conocía la otra cara de Dio, esos aspectos de su personalidad que nadie más podía ver y que su hermano tanto se esforzaba en ocultar: sus miedos, su dolor, su falta de empatía, su profunda introversión... Desde que se habían hecho amigos, dejando atrás sus diferencias, Jonathan había sentido una creciente curiosidad hacia aquel lado oscuro y misterioso. No le juzgaba, se sentía intrigado. Quería saberlo todo sobre él. Lamentablemente, Dio era un enigma, y con el paso del tiempo se le antojaba irresoluble.

Pero tras aquella conexión casi sobrenatural que había sentido a su lado, delante del piano, Jonathan había creído vislumbrar más allá. Las máscaras cayeron y durante apenas un parpadeo, pudo ver a la persona que su hermano era en realidad. ¿Qué había visto exactamente? No lo sabía. Había visto oscuridad más allá del oro. Había visto un abismo y un incendio en lo más profundo, llamas que crepitaban lejos, en la negrura. ¿Qué era aquello que creía percibir en sus pupilas? ¿Era su alma, negra e incendiada? ¿Eran sus emociones? ¿O se trataba simplemente de un delirio de su imaginación adolescente? Incapaz de dar respuesta a esas preguntas, se encontraba a sí mismo con frecuencia perdido en ensoñaciones, imaginando lo que había en la mente de su hermanastro, inventando situaciones en las que él le confesaba todos sus secretos y se revelaban ante él insondables misterios.

Y así, poco a poco, al mismo tiempo que se fascinaba con su personalidad, empezó a embelesarse también con detalles mucho más cotidianos y superficiales.

Por ejemplo, su pelo.

Desde la primera vez que le vio, había admirado su cabello. Nunca antes había conocido a alguien con un pelo rubio tan dorado y luminoso. Erina era rubia, sí, pero su tono era más como el de la miel, mientras que el de Dio le recordaba a los campos de trigo bajo el sol. Durante los días que siguieron a la cena en casa del señor Joestar, le ocurría a menudo que se ensimismaba contemplando la cabellera de su hermano, siempre bien peinada, con aquellas ligerísimas ondulaciones mucho más delicadas que sus salvajes rizos.

El fuego y la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora