Capítulo 14 - 31 de Enero: Sin incidencias

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No podía saberlo porque, aunque trataba de contar a los más cercanos a la puerta, ellos también se apartaban o acercaban sin orden. No existían las líneas porque la Franja a ese lado, después de todo, seguía siendo las Nethers. La alambrada exterior, al borde de Suburbia, no era más que una ilusión de control que cualquiera podía atravesar de día o de noche y por la que nadie se preocupaba. En la puerta del Pacífico no había sido así en absoluto. Incluso sin haber tenido una cámara, las imágenes de quince años antes eran más nítidas que el desierto que tenía delante en ese momento. Si cerraba los ojos veía las paredes de los corredores que sustituían a las calles en Hermosillo, la ciudad túnel. Ciudad Oruga, como decía Casper. Allí todo estaba hecho de luz verde, siempre temblorosa por los fallos en los generadores, y olía a petróleo y gasolina, un olor extinto para el resto del mundo como decía siempre su padre. Les habían llevado a la puerta del Pacífico en un camión hecho de carroña metálica que traqueteaba igual que la alambrada pequeña cuando iba a haber tormenta. Se acordaba de eso y de que otra mujer, procedente de las colonias aún más al sur de Hermosillo, había tenido un ataque de nervios al ver el final de la Nube. No paró de gritar hasta que la madre de Aedan le dio una bofetada y la obligó a rezar hasta que cesaron los temblores. A él le pidió que contase. Cuando llegaron a ciento doce su padre se había dormido y al resto la luz les hacía daño en los ojos. Su madre dejó descansar a la mujer, gateó hasta sentarse junto a Aedan y le abrazó por primera vez desde la muerte de Sean.

En la puerta del Pacífico no había grandes reuniones para ver las retransmisiones, ni una ciudad de verdad esperando en el lado de las Nethers. Tuvieron que bajarse del camión a quince kilómetros del Muro y pasar allí un primer reconocimiento médico, antes de que les dejasen atravesar la primera barrera. Aunque apenas habían salido media docena de ganadores en toda la zona, les acompañaron veintidós soldados silenciosos y anónimos durante una caminata que duró horas, a ciegas por el repentino exceso de claridad. Habían pasado de vivir bajo la Nube y los techos de la ciudad a caminar al sol, y para cuando alcanzaron el siguiente edificio todos tenían la piel quemada. No recordaba mucho más de las pruebas médicas y la entrada en el complejo de barracones para inmigrantes. El aire limpio le irritó los pulmones, fue incapaz de comer durante días e hizo el viaje en tren hasta UC con tanta fiebre que ni siquiera se dio cuenta de cuándo llegaron y más tarde tuvo que conformarse con las explicaciones de su padre. Por aquel entonces las explicaciones de su padre aún eran fiables.

Unos años más tarde leyó en la escuela que los inmigrantes de las Nethers occidentales tenían un ochenta por ciento más de probabilidades de enfermar al llegar a Utopia, porque era la zona con más población conocida bajo la Nube. Los suburbanos y sus pueblos satélite, las factorías centrales y los grupos nómadas de los eriales vivían al sol, aunque siguiera siendo un Sol distinto que el de Utopia, con reglas propias y amenazantes. Si la Nube estaba retrocediendo, como llevaban diciendo años, no lo hacía sobre las ciudades subterráneas; allí era prácticamente imposible distinguir el día de la noche.

El libro de Sociedad dedicaba un párrafo escaso a los problemas médicos de adaptación de los inmigrantes. También mencionaba “confusión, problemas de visión, fotofobia e insomnio, alteración de los ciclos biológicos” como si fuera una lista de ingredientes para un experimento químico. Aquella lección llegó un poco tarde. Al principio Aedan había creído que la propia Utopia le estaba rechazando como a una transfusión de sangre defectuosa. La desconfianza primaria e instintiva de los recién llegados hacia los médicos utopianos, a los que confundían con aquellos que podían negar la entrada en el Muro, tampoco ayudaba. Siempre tenía la sensación de que en cualquier momento los soldados silenciosos que les escoltaron dentro irrumpirían sin un sonido en el salón y les devolverían al otro lado de las puertas. Otra vez a las galerías de cemento con su luz verde y definida, a mirar el desierto nocturno a través de las claraboyas.

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