Need you now

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Carla

Para ser una persona que viajaba con recurrencia, odiaba los aviones.

No estaba segura de si en parte ese odio nacía por lo tedioso y abrumador que me era el compartir durante un par de horas un lugar tan reducido con tantas personas dentro o que si realmente era mi culpa al avivar aquella incomodidad a través del miedo con el que convivía luego de consumir durante mis noches taciturnas de insomnio, miles de documentales sobre accidentes aéreos.

Fuese como fuese, hoy ese odio era más bien un cúmulo de sensaciones y emociones que ni siquiera era capaz de explicar con palabras porque mientras por una parte estaban a flor de piel todos esos nervios imperantes de viajar hacia el pasado del que tanto me había esforzado por escapar.

El cual no solo era aterrador por todos los capítulos sin concluir que había dejado atrás impulsada por el miedo de no tener ni la fuerza ni las herramientas necesarias para escribir mejores finales en ellos, sino que también lo era por toda esa tormenta de culpa que me abatía ante la única persona que seguía estando presente en todas mis mañanas aunque llevásemos una década sin dirigirnos la palabra.

Por las escenas de esa película que se proyectaba en las calles desiertas de mis recuerdos donde dos personas habían coincidido mágicamente en el peor momento de sus vidas y habían creado a través de incendios y terremotos, cientos de historias nuevas que flotaban en el aire como primaveras anticipadas y que actualmente eran tan solo fantasmas de un amor muerto que un día tuvo la ilusión de que sería para siempre.

Y es que aunque rehuyera de su recuerdo o me negase a aceptarlo, este no solo tocaba a mi puerta para entrar por cada rincón de mis pensamientos sino que también se paseaba libremente por esas nuevas murallas adosadas que había creado a su nombre con la intención de destruirlas porque sabía mejor que nadie que a pesar del tiempo y de las estaciones fluctuantes, ese pedacito de mundo le pertenecía.

A ella y al mar que por tanto tiempo había dejado atrás.

Es por esto que en más de una ocasión había sentido el impulso de intentar llamar a su casa con el deseo de que aún mantuviese ese número que me sabía de memoria y con ello tratar de reconstruir eso que yo misma me había privado a mantener en mi vida porque sabía que prolongarlo solo iba a provocar daños colaterales mucho más dañinos que el de liberar a Laura de mí.

Pero cuando esos impulsos de salvadora quemaban entre mis dedos y lograban que marcase ese número siempre me recordaba que yo misma la había dejado ir y no tenía el derecho de remover cenizas que muy probablemente la castaña no deseaba en su vida.

Así que frente a ese argumento en donde no era merecedora ni siquiera de la redención de su parte, esas llamadas quedaban como sueños vacíos y posibles qué hubiera pasado que solía desechar con el pasar de los días porque no valía la pena vivir con ellos en mi mente.

No obstante, aunque mi lado más racional era quien me obligaba a mantener la distancia, decir que no soñaba con ella a diario sería una de las mayores mentiras del mundo, ya que aunque me había esforzado en reconstruir mi vida entre lugares que ella no había tocado y pinceladas de realidades que nunca serían compatibles con la música, siempre volvía al mismo pensamiento adictivo de que cualquier lugar sería mejor si estuviese a mi lado.

De que al fin podríamos tomarnos de la mano en cualquier lugar ya que poco a poco esas barreras que alguna vez nos habían angustiado ya eran casi un recuerdo del ayer.

Y es que aunque batallase con esa idea de que Laura ya no era tan importante en mi vida, la realidad era que no solo era importante sino que era un pilar irrefutables de mis decisiones incluso cuando trataba con todas mis fuerzas de huir de su recuerdo.

Amar en tonos grisesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora