Eco

306 40 61
                                    

                                                                                                                      Carla

La primera vez que estuve segura de algo en mi vida fue cuando tomé por primera vez a Dani entre mis brazos.

En ese momento apenas tenía tres años y aun así cuando sentí su calor sobre mi pecho, el mundo se iluminó con colores que me acompañarían de por vida hasta que ella se fue.

Y es que cuando posé mi mano sobre sus mejillas sonrosadas y ella apretó por inercia uno de mis dedos contra su puño diminuto, supe que había nacido para aquel momento.

Que había nacido para ser hermana mayor.

Luego llegaron otros tipos de certezas que nuevamente mi hermana bautizó como la certeza de que no había persona más dramática que ella o la de que solo necesitaba de uno de sus chistes malos para que mi día mejorase o que se tirase sobre mí mientras estaba enojada.

Sin embargo, nunca una certeza había dolido tanto como la de que ella jamás volvería.

Esta no llegó de manera instantánea cuando nos informaron que habían encontrado su cuerpo a unos kilómetros de la playa donde Daniela y sus amigos habían ido aquel fin de semana de junio.

Tampoco llegó con el grito gutural de parte de mi madre en el teléfono mientras todos nuestros mundos colapsaban ante la peor noticia que podíamos haber recibido, sino que más bien llegó después del funeral cuando todos ya se habían ido y nuestra casa dejó de ser ese castillo amurallado donde podías refugiarte de todo lo malo que pasaba en el exterior y se convirtió en el escenario favorito de nuestras pesadillas.

No puedo afirmar cómo sucedió pero cuando subí a mi habitación y noté que el cuarto de mi hermana seguía igual de desordenado que como ella lo había dejado una semana atrás, por primera vez en días me atreví a entrar y abrir las cortinas para que entrase un poco del sol de la tarde a las penumbras que recorrían cada pared lila.

Fueron segundos o quizás minutos los que necesité para darme cuenta de que la dueña de más de la mitad de mis risas se había ido por siempre.

Fue como una estocada directa al corazón reconocer aquella idea tan simple y fue inevitable que mis piernas cedieran y un grito de dolor desde lo más profundo de mi alma apareciera con tintes de remordimiento porque todo podía haber sido evitable.

Si tan solo se hubiera quedado en casa.

Si tan solo hubiese preferido quedarse a dormir en mi cama antes que querer salir aquella noche.

Si tan solo hubiese sido menos condescendiente y me hubiese puesto firme sobre salir ese viernes de forma inesperada.

Miles de si tan solo se acumularon entre las paredes que veían el ocaso de sus días mientras una bomba emocional de culpa arrasó con cualquier rastro de cordura dentro de mí.

Mis manos no tardaron en pedir a gritos que todas esas ideas acabaran de una vez mientras no era capaz de alzar la mirada ante la rabia con la que mi conciencia se estaba hilando a través de la inminente culpa que tenía en todo lo que había sucedido.

No tenía la más mínima idea de cómo les explicaría a mis padres que había sido la peor hermana mayor del mundo y le había dado permiso para salir cuando ellos no estaban, solo porque deseaba estudiar tranquila para una de mis clases extracurriculares.

No sabía cómo iba a volver a mirarlos a la cara sin sentir el dolor y el remordimiento de que no se podía retroceder en el tiempo y que nada iba a regresar a su hija.

Amar en tonos grisesWhere stories live. Discover now