Lo aprendí de ti

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Laura

Ver a mi padre esperando que saliera de mi sesión en el grupo de autoayuda como cada lunes fue la excusa perfecta para sacar a relucir una de mi sonrisas favoritas, la cual sabía que siempre iba a estar reservada para el músico.

Fue inevitable no echarme feliz entre sus brazos al ver cómo el mayor se encontraba buscándome con la mirada entre todas las chicas con las que compartía esa sesión que literalmente me había cambiado la vida, ya que era la primera vez  en que me había permitido conocer a otras personas que como yo convivían con esos demonios de los que no hablábamos con nadie.

Desde que había sido dada de alta por Elizabeth hace cinco años atrás, ella me había recomendado que podía asistir a uno de los grupos de mujeres que también eran víctimas de trata de blancas en el que ella trabajaba donde podía hablar con otras chicas que también habían pasado por situaciones parecidas a las mías para que así no me sintiera tan sola con esa parte de mí que jamás se iba a ir pero con la que había aprendido a vivir a pesar de las adversidades. 

Por lo que a pesar de que en aquel momento no estaba muy segura de que fuese una buena idea abrirme sobre esos temas con un par de desconocidas, finalmente decidí dar el paso cuando mi padre me aseguró de que iba a esperarme fuera del salón donde se realizaba la sesión, por si no me sentía lo suficientemente valiente como para hablar y quería volver a casa.

Sin embargo, aquello nunca pasó porque desde el primer día en que había llegado a ese grupo me había sentido tan integrada que las semanas comenzaron a desprenderse por sí solas del calendario y el gusto a asistir se volvió parte de mi rutina.

Era la primera vez en mi vida que me relacionaba con personas que se sentían tan perdidas como yo y con quienes no tenía que medir mis palabras ni mucho menos pensar en cómo reaccionarían ante mi testimonio porque ellas sabían a la perfección qué tan grandes eran los demonios por los que mi voz temblaba.

Pero a pesar de que nunca desistí de esa oportunidad, mi padre tampoco dejó de esperar fuera del salón con esa mirada cargada de orgullo que siempre estaba en su rostro cada vez que me veía.

Por lo que los lunes después de las siete de la tarde pasaron a ser nuestros días especiales, en donde por lo general caminábamos hacia una cafetería que quedaba a tan solo dos cuadras del centro y nos quedábamos conversando sobre nuestras vidas hasta que él me dejaba en mi piso.

—Hola bebé —saludó antes de besar mi frente a lo que sonreí acariciando su rostro afeitado sintiendo cómo la nostalgia de que los años volaban incluso más rápido de lo que alguna vez habíamos creído se impregnaba entre mis dedos.

Y es que a pesar de que no me gustaba aceptarlo, el paso del tiempo de a poco estaba comenzando a ser más evidente entre los dos.

Hace mucho había dejado de ser esa chica de veinte años que no sabía qué hacer con su vida y él tampoco era aquel hombre de pelo largo castaño que solía tomarlo en una coleta para que no le molestase, sin canas ni arrugas y que siempre llevaba vaqueros, debido a que sin querer en un pestañeo nos habíamos convertido en dos adultos en todo el sentido de la palabra que compartían conversaciones mucho más profundas que las de un padre e hija.

A través de los años, papá había pasado de saber solo un par de detalles de mi vida a ser mi mayor confidente y la primera persona que buscaba cuando tenía un problema o me sucedía algo bueno ya que los más de cincuenta veranos que bailaban en su mirada lo habían transformado en un hombre más serio y sabio que llevaba el cabello corto desde que había vuelto a dar clases de matemáticas en el instituto luego de vender la tienda de discos hace casi tres años, debido a que la compra de cds había caído en picada desde que la música digital se había apoderado de la industria musical.

Amar en tonos grisesWhere stories live. Discover now