Niña

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                                                                                                                 Laura

                                                                                                             Enero, 2000

«Estás a salvo», me repetí más de diez veces mientras mi respiración cortada, mis manos temblando y las sábanas empapadas de sudor me confirmaban que había tenido una pesadilla y a la vez me recordaba que ya no era parte de esa pesadilla.

Suspiré agotada por la batalla campal que siempre tenía con mi mente ya que al parecer a esta le hacía gracia que solo pudiese dormir un par de horas en el día y es por esto que no dudaba en jugar con mis emociones y pintar de nitidez aquellas escenas que aunque tratara de confundir con un invento de mi imaginación, sabía que no hace mucho eran parte de mi realidad.

Me giré hacia el lado del velador para ver qué hora era en el despertador y noté que esta vez había roto mi propio récord semanal al levantarme a las dos y cuarto de la mañana.

—Vaya mierda —musité tirando mis manos hacia el rostro en un intento de que todos los demonios que me acechaban a diario simplemente se desvanecieran con el tacto de la realidad.

Sin embargo, tardé más de diez minutos en ello, debido a que estos jamás se difuminaban del todo sino que tan solo se ocultaban en los rincones de mi habitación hasta que volviese a sentirme débil como me sentía cada noche cuando intentaba dormir.

Me removí incómoda más de tres veces en un intento de volver a dormir, pero al no lograrlo decidí que quizá tomar algo de la nevera lograría calmar mis miedos, por lo que me levanté de la cama y fui hacia la cocina.

La alfombra que cubría la escalera producía cosquillas en mis pies, pero me gustaba aquella sensación. A pesar de que llevaba ya casi un año viviendo con mis padres, aún seguía sin acostumbrarme a esos pequeños detalles como lo era sentir la alfombra entre mis dedos, el frío de las baldosas de la cocina, los desayunos matutinos de mamá; los gritos de mis hermanos al levantarse al cole y sobre todas las cosas aún no era capaz de aceptar el hecho de que no importaba cuántas pesadillas tuviese por la noche, todas las mañanas mamá iba a pasar por mi habitación para preguntarme cómo había dormido con el mismo tono dulce y paciente con la intención de que esa mañana fuese más tranquila la anterior.

Es por esto que me había acostumbrado a mentirle repitiéndole que todo estaba bien mientras que con una sonrisa nerviosa al no saber qué decir, ella asentía a mis palabras esperando que fuesen verdad.

No eran más de diez palabras las que intercambiábamos hasta que se rendía y salía de mi cuarto con las ganas de acunarme entre sus brazos como cuando era más pequeña, pero no lo hacía porque no quería tirar abajo ese pequeño camino de confianza que estábamos construyendo donde ella me daba mi espacio personal para que pudiese adaptarme a mi nueva vida.

Así que se limitaba a suspirar y avisarme de que el desayuno ya estaba y que podía bajar cuando quisiera.

A veces quería romper aquella rutina, llenarme de valor y decirle que realmente no había dormido nada. Otras, quería verla y no sentir vergüenza de no ser la hija que esperaba, pero casi siempre sentía la culpa golpeando en mi garganta que limitaba mis palabras para no preocuparla sobre lo que sucedía en mi cabeza.

Era consciente de que sus vidas habían cambiado por mí así que a pesar de que llevaba meses viviendo con ellos, tenía miedo de nuevamente quebrantar sus vidas a través de mis miedos.

Amar en tonos grisesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora