Mudanza II

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Su sonrisa no duró más que un instante, el cuerpo de muñeca rota sin mayor interés. Cruzó la calle, cuidadoso de inclinarse a recoger la cartera del mafioso y echársela en el abrigo.

Deslizó su mano sobre el brazo derecho, el aroma a pulpo frito recordándolo un poco al sudor de los hombres. Se cubrió la boca. La oscuridad de las visiones era preferible a encontrarse en ese sitio, inclinándose sobre sus rodillas hasta que la sangre volviera a su cabeza y las ganas de vomitar se desvanecieran.

En medio de sus dedos, las personas a su alrededor no se distinguían una de la otra. Figuras ausentes, irrelevantes, en una hora demasiado ocupada para que alguno se preocupara por él.

Al volver a los puestos de comida, el sonido de la ambulancia y de la policía se ahogó entre las peticiones, los gritos de los vendedores, los aullidos de los perros en la basura y el constante tráfico. Volvía a ser el chico de extraña mirada siempre de reflejo naranja, sonrisa de falsa amabilidad y ropas mucho más caras a lo que podría conseguir trabajando él solo.

La salida al nuevo mundo era uno de los beneficios del poder de Jano. Las visiones eran más ricas, menos asfixiantes y terribles, así que los premios eran más abundantes, extraños y extravagantes. Las prostitutas de cualquier género habitaban en todos los países, allí metido en diminutas habitaciones iguales a esa. La anonimia de las masas era el perfecto disfraz para un esclavo.

Sung ya no tenía razón para huir porque nadie prestaría su ayuda.

—Two, please. —Pidió con una media sonrisa a la vendedora de rostro sudoroso por el calor de los wok. Elevó el dedo índice y el medio para acompañar su petición. El acento no molestaba a los vendedores, menos los billetes tan nuevos que solía traer, pero todavía estaban cruzando el momento de turista a comprador usual. Ojalá en algún punto dejaran de cobrarle mucho más de lo que decían los letreros.

Mientras, seguiría haciéndose el tonto.

La señora asintió apenas, su mente ocupada en los siguientes takoyakis a entregar, los siguientes a preparar. Las salsas, las mezclas. Sung observó con simple complacencia el arte de crear algo hermoso y comestible. Indicó a uno de los otros trabajadores del puesto que le pasara un agua de color azul.

Sung la elevó a las luces navideñas que decoraban el puesto, examinando el movimiento de los trozos de alguna fruta desconocida en el líquido. Sonrió de esa forma amarga que había sustituido su expresión común. ¿Luciría ahora como los mafiosos que tanto lo abusaban? ¿O algo peor aún?

En el departamento existían los espejos detrás de toallas. Realizaba todo a ciegas, desde cepillarse a lavarse la cara. Bastaba ver la lujuria o el asco de sus clientes para comprobar si era un buen o mal día. Sung se rascó la nuca, ausente mientras mordisqueaba los trozos de fruta que rodaban en su boca.

—Your order, your order!

—Thank you.

El vidente sacó la cartera del mafioso.

Sung dejó la totalidad de su billete, ya acostumbrado a que no ofrecieran la devolución del resto. Tomó uno de los palillos, llevándose la bola más cercana a la boca. Masticó, riéndose complacido mientras paseaba entre los otros puestos de comida. Sus pasos le llevaron entre frutas picadas, jugos de muchos tipos, más comida de varias partes de la gran Asia y algunos incluso de otros lados, como Estados Unidos, Perú y un puesto de arepas que no tenía idea cuándo ni cómo siempre estaba lleno.

A media bandeja de takoyaki, dándole sorbitos al jugo, se encontró de pie al inicio de otro de los boulevares comerciales. Los escaparates reflejaban a un chico algo entrado en carnes, pálido y de cabello corto detrás de la oreja allí frente a carteras, vestidos, zapatos y electrónicos tan falsos y verdaderos como el comprador lo decidiera.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now