La primera y la última vez

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Los ojos naranja de Sung brillaron al despertar, pero tanto el sueño como la predicción lo abandonaron al sentarse.

La oscuridad era purpúrea en esa ciudad, las formas de sus manos envueltas en la niebla del tiempo mientras el resto de su cuerpo goteaba de sudor, líquido caliente bajo las cobijas ya olorosas a sí mismo. Suciedad, sudor, pequeñez. Lo que cambió fue el paquete, porque el contenido era igual. Esas palabras definían las cuatro paredes que lograba distinguir entre las sombras, describían el pasado del que escapó y lo llevó allí.

Su figura se movió igual a un fantasma en la penumbra, el laberinto de objetos más familiar que el hogar del cual fue arrancado. Sus pies desnudos no hicieron ruido en el tatami nuevo, ni siquiera cuando arrastró uno de los banquillos a la única ventana de la habitación. «¿O cómo se llamaría...», pensaba a veces, «...un cuarto sin puertas?». Parpadeó, el brillo de sus iris única luz antes de empujar los seguros y abrir las ventanas.

El viento agitó sus cabellos al sacar los pies al borde de la caída libre que era el veinteavo piso de un edificio. El brillo de las luces a sus pies cortaba toda la ilusión de la oscuridad, las plantas iluminadas como si estuviera bajo el sol. Igual que muchas otras ciudades, la armonía colectiva de tantos humanos dependía de forma exclusiva de la ilusión, la seguridad, que brindaba el fuego.

Sin embargo, allá arriba, o en el fondo de los callejones más siniestros y abandonados, la depravación se cernía sobre sus individuos con sus ojos ciego a los estatus. Después de todo, si soltara los dedos del borde de la ventana y se empujaba de un movimiento de cadera, el fuego de hogar se volvería incendio de histerismo colectivo al chocar el piso. La ventana y la puerta eran lo mismo para él, la salida el vacío y la libertad.

Entretuvo el pensamiento, dejó que volara y lo atizó con el palo de la tortura de su existencia, pero no lo devoró ni permitió que se quedara mucho rato. La muerte sería útil en un futuro, no así la vida, su única moneda de cambio para sus enemigos, sus aliados, sus captores. Por ello, volvió a colocar los pies dentro de la sala, dándole la espalda a su salvación y a su propia condena.

Tras ajustar sus oídos a los murmullos ahogados de la calle, el susurro de conversaciones cercanas se escuchó con la fuerza de un trueno. Sin encender la diminuta lámpara de corazones ni cerrar el ventanal, volvió a penetrar la noche con el cuidado de un animal en cautiverio. Tocó la pared contraria a la ventana, pegó el oído en un espacio entre los cuadros que colgaban y entrecerró los ojos.

Palabras, sin dudas, de distintas personas. Música, incluso. ¿Radio o televisor? Imposible de saber. Miró sobre su hombro al cielo lleno de smog, sus cejas frunciéndose antes de que sus labios se volvieran una mueca. Relajó la expresión. Negó y volvió a posar el oído en la pared. Apretó los dedos sobre sus rodillas antes de estirar los brazos a una de las pinturas de barcos. La espuma del mar era imposible de confundir, menos en el trabajo tosco del pintor.

Con cuidado de no realizar el mínimo ruido, apartó el objeto para posarlo entre sus pies. Subió las caderas, de cuclillas frente a la nueva fuente de luz.

Por el agujero del tamaño de su ojo, se veía otra parte del mundo donde la vida siempre existía junto a la muerte. Las paredes eran rojas, los muebles eran negros, las decoraciones eran blancas y doradas. Palabras en mandarín que llevaba meses sin intentar leer. El incienso del ambiente siempre picaba su nariz, la concentración de aromas insoportables en los días más calurosos o cuando llevaban días sin ventilar.

Por supuesto, estos eran detalles que conocía de más tendía a ignorar. Después de todo, en las habitaciones solo importaban las personas, no lo que contenían en sí. Y allí, todas las noches, se reunían personas muy interesantes. Igual a un teatro ambulante, los personajes y las historias eran solo conocidas cuando entraban allí y morían cuando despertaba al día siguiente.

—¿No quiere divertirse un poco hoy, mi señor? —El origen de la voz femenina se encontraba fuera del cuadro. Es decir, aún no existía para él. Era solo una conversación en off donde las manos llenas de brazaletes poseían su propia personalidad.

—No. Estoy bastante ocupado ahora. —La voz masculina era igual a un tambor grande, de esos que había visto muchas veces en las presentaciones de viajes tradicionales en su colegio en Caracas. Cada vez que hablaba, su estómago se hundía más y más. Miedo o rabia, todavía no estaba segura de cuál era la emoción dominante. Ni siquiera en las noches era fácil desenmarañar los hilos de su corazón.

En escena, el hombre de cabello negro peinado atrás y rasgos occidentales pese a sus ojos rasgados, jugueteaba con un cigarrillo en los labios frente a la mesa de té llena de objetos diversos. Tazas, tinta, pinceles, papeles, lápices, mapas, incluso lo que parecía ser una computadora. También incienso, por supuesto, y un plato lleno de cenizas, cigarrillos y papeles arrugados. Él no encendería el cigarrillo, al menos no en ese momento, pero las muñecas de su traje estaban manchadas del blanco de las cenizas.

Si ese ser se encontraba allí, nadie más se aventuraría a esas horas en la habitación. La invitación de su ceño fruncido espantaba hasta los brazos femeninos llenos de pecas. Sería mejor marinar sus pensamientos en la comodidad de su nido. Era una posibilidad palpable que ese hombre encontrara su diminuto punto de espionaje, así que mejor no arriesgarse en exceso. Temer a un criminal inteligente que uno bruto era una dolorosa lección.

Ahora al menos estaba seguro de los personajes de la obra, podía ocuparse de los asuntos más inmediatos. El gato no se molestaría por el movimiento de las ratas en las paredes mientras no sacaran comida de su plato.

Sin dejar de estar en cuclillas pese a la tensión de sus pantorrillas, volvió a colocar el cuadro y se levantó para aliviar la presión en su vejiga. Acarició sus costados, escalofríos crecieron en el pozo de su estómago, provocándole arcadas. El cosquilleo de la desesperación empezaba a subir por su estomago y encajarse entre las costillas, sus órganos gimiendo en el cansancio de la inmovilidad.

Caminó junto a la ventana sin verla, el viento igual a dedos en gesto de seducción sobre su rostro, sus cabellos tan largos que rozaban su coxis. El beso de la muerte rozó su nuca, pero le dejó ir, acostumbrado a ese impulso al menos tres veces al día.

La habitación vivía de la ilusión de su nula capacidad de medir el espacio y el paso de las horas. A veces lo veía como la habitación de un motel tradicional, otras como la celda de tortura. Sus cosas eran apenas un futón con ropa de cama de cambio semanal, un closet desarmable con cambios de ropa diarios y todos los instrumentos de limpieza personal, la puerta a un diminuto baño con una aún más pequeña ducha apenas suficiente para ponerse recto bajo el agua. Las paredes estaban llenas de postes, cuadros y dibujos de paisajes.

Pasó la mano por cada uno de ellos, el rumor de los autos y la visión de paisajes lejanos derramándose como lágrimas por sus mejillas. Las limpió con desgana, el terror sin alcanzar el oro de sus iris.

En la penumbra, sus ojos se iluminaron de naranja. Una sonrisa curvó sus labios.

La mujer en la habitación continua iba a morir esa noche y él no pensaba mover un dedo para impedirlo.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora