Investigación II

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Al acabarse el tercer cigarrillo, Bianco estiró su brazo en dirección al vidente mientras se limpiaba el resto de las cenizas del regazo. Atrapó la tela de su camisa con la punta de sus dedos y jaló, cuidándose de no alterarlo más de lo que ya estaba.

Sung no respondió a sus avances. Se encogió en su esquina, bajo la cobija proveída en un punto por el dueño de la casa, y le dio la espalda. El suspiro de Bianco llevó las nubes de nicotina a su alrededor, provocándole un deseo de ahogarse en las telas y olvidarse de las angustias que lo habían impulsado a la cueva del lobo.

El rubio se irguió en su puesto, tosió en la manga de su camisa antes de sonreír en calculada calma. Se levantaba y se sentaba en dirección al vidente, agitando los cojines con la fuerza de su propio impulso.

—¿Quieres algo de comer? ¿Tal vez echarte una siesta? Ya le cogí el truco al espagueti, y mi padre me envió un envase de salsa de tomate. —El orgullo de su avance en algo tan básico arrancó una sonrisa sarcástica de Sung. Fugaz, corta, pero suficiente para destensar el ambiente

En el último impulso de sus piernas, Bianco se sentó. Su pierna derecha rozándose contra la pierna izquierda de Sung. La diferencia entre sus contexturas hablaba no solo de sus pasados, sino también de la juventud del vidente y de los años que todavía faltaban para que su cuerpo se desarrollara. Era un adulto solo para la ley, su mente el de un adolescente aferrándose a la moral de su infancia.

Sung acarició la rodilla contraria, suspirando al imaginarse la piel cubierta de sangre de su futura muerte. Entrelazó sus manos con las de él, el vello rubio contraste con sus dedos libres de cualquier tipo de pelos.

En esa imagen, el vidente cayó en cuenta el paso de las semanas y de los meses. Sus uñas eran ahora más gruesas, sus manos algo más grandes que aquellas aferrándose a las de su padre. ¿Los primos detectarían los cambios en sus rasgos? ¿O, como el espejo, la costumbre los cegaba al paso de los años? Las conversaciones entre ambos estaban contadas, pero la opinión de Bianco no era una que Sung considerara valiosa.

Buscó sus ojos y los encontró llenos de angustia, de confusiones que tenían un solo nombre: Michel. El fantasma de su presencia era más intimidante en la mente de ambos, el puño de sus decisiones costumbre en alterarles la vida. Bianco acarició la cabeza del adolescente.

—No tengo estómago para soportar tu comida a medio hacer. Luego te prepararé algo.

—Uy, unos fideos entonces. La pasta de trigo te queda muy aceitosa.

La conversación murió, la sonrisa de Bianco volviéndose una línea recta pálida al tiempo que Sung se ajustaba el vendaje. El espacio entre ellos fue llenado por el espectro de los continuos abusos, el secuestro y las visiones inventadas por el vidente. La amistad sería una absurda posibilidad entre ambos, el mayor de los dos fuente constantes de heridas y de abusos imposibles de perdonar.

Sung inclinó la cabeza sobre su hombro. Cerró los ojos contra el calor y la solidez de músculos, huesos. Sangre pronto a empapar las paredes de una residencia tradicional en las montañas.

—Estoy a punto de cumplir veinte años... En el futuro, no sé cómo explicarme estos dos años de pérdida y de aislamiento.

Bianco bufó.

—¿De verdad viniste a hablar de esto? Por la forma en la que te lanzaste a mis brazos, yo creí que tendría que consolarte entre lágrimas, envolverte como una empanada y hacer una sopa de pollo.

Fue el turno de Sung de reír. ¿Era nicotina lo único en esos pitillos?

—Intento romper el hielo. Es difícil llegar y decir «Oye, sé que me secuestraste y me violas a diario, pero tu primo está planeando mi muerte, tu muerte, la de sus aliados y seguro también tiene que ver en la tragedia de los hermanos incestuosos». —Rodó los ojos, sonrisilla despreciativa como cereza a su pastel— Digo, ¿habrías abierto la puerta de conocer mis intenciones de antemano?

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now