Consecuencias de las acciones II

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Las conversaciones no iban a llevarlo a ninguna parte.

En la cama, tras horas después de que Bianco se marchara a buscar algo de comida lista, Sung se daba vueltas. El corazón parecía salirse de su garganta, su pecho lleno de las elucubraciones de arrepentimientos y de sueños sin principio, sin final. La verdad detrás de su padre se encontraba en los pensamientos de los hombres, pero ninguno estaba dispuesto a traicionar al otro para brindarle un signo de calma.

Giraba y giraba, brazos y piernas estirados a los bordes de la cama, fru fru del dosel en cada patada. Gemía incoherencias, la oscuridad y el cansancio lo arrastraban sin consumirlo. La risa de Dalmacio en el micrófono eco en el interior del cráneo, el hueso vibraba en las impresiones de furia, de vergüenza, por los pensamientos del mafioso alrededor de Sung y de sus peticiones. El padre del vidente, si es que respiraba todavía, era solo una carta más en el juego del que formaba parte el control de esa zona del mundo.

Sung se sentó cuando el ahogo probó demasiado, los cabellos en una maraña sobre su rostro. Violento, se apartó las mechas de las mejillas. Los ojos dolían por el cansancio, su cuerpo ardía por los restos del cariño de su cliente único. Se calzó las pantuflas y se subió el pantalón, echándose la bata encima al ver en dirección a los muebles de ropa.

Agudizó el oído en la habitación llena de claros y de oscuros por las luces de los edificios circundantes. Percibió el rumor de los vehículos que transitaban en la calle, de las conversaciones de los grandes cúmulos de seres humanos. Se asomó a la ventana pese al viento frío que azotó su rostro, el río de puntos rojos, amarillos y blancos sin detenerse en la calle como sangre en las venas. Los seres humanos dormían, pero la ciudad seguía un curso, un ente ajeno a las vidas de sus habitantes así como ellos ignoraban la vida y la muerte de sus propias células.

De pequeño, cuando corría por las calles de Caracas, soñaba con visitar las grandes ciudades del mundo. Creía, en su inocencia, que cada capital sería distinta y única en el centro de su corazón. Ahora que salió del país, se daba cuenta de la influencia de la televisión y de los libros en sus aspiraciones. Tai Poh era parecido a algunas zonas de Caracas, igual que lo fue Londres en los días que pasó de vuelo a vuelo. Eran diferentes, claro, en el idioma y la cultura de sus poblaciones, pero muy en el fondo estaban igual de podridas. En todas existía el bien, el mal y la mano de Jano llevándole de desgracia a desgracia.

Sung se apartó de la ventana. Cerró de golpe las cortinas antes de caminar a la cocina sin encender una sola luz. Necesitaba pensar en la penumbra, la noche últimamente más cómoda que el día. Mermaban sus ojos desde que Michel volviera, las pesadillas y la realidad mezclándose en una sola.

Llevaban varios días de encierro juntos, la única comida la que ambos preparaban con los sobrantes de los bultos y bultos de fideos deshidratados, carne seca y cientos de enlatados. Sin embargo, no importa cuántas formas prepararán los vegetales o condimentaran las preparaciones, el mismo sabor terminaba permeando sus papilas.

Al final, Bianco mostró menos paciencia consigo mismo que con el resto de las personas. Sin hacer oídos a las advertencias de Sung, tomó las llaves y al grito de «¡Estoy harto de comer mierda!», desapareció por el pasillo antes de que los pensamientos se formaran en su boca. El vidente solo había acertado a fruncir el ceño.

El teléfono del hombre brilló en la mesa del comedor, allí donde lo dejó tras la cena. A su lado, los dedos de Sung tamborileaban igual a arañas. Deslizó uno por la pantalla, los números para escribir la contraseña llamádolo de una forma única. Parpadeó y apretó las teclas en el orden correcto: 1609.

La imagen de fondo era de un par de niños. Uno rubio, uno de cabello negro. Sostenían cañas de pescar frente a un lago de aguas brillantes, montañas verdes y cielo azul tan amplio como el mismo océano. Bianco era sin duda uno de ellos. Lo único que habían cambiado en su cara era la maldad en los ojos, la inocencia de su expresión distinta a la persona que conocía.

La perfidia de la sarraceniaTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon