A mano

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Las semanas pasaron de raya a raya detrás del cuadro de payaso. Los días eran tres comidas y una ducha; las semanas los cambios de ropa y de sábanas por nuevas telas. Michel estaba más callado de lo usual, mientras que Bianchi ni siquiera parecía animado suficiente para responder a sus silencios. Rara vez volvían juntos. Era como el canario en la casa donde sus dueños peleaban, prontos a separarse, comunicándose con el quejido de su pico.

El lector de libros era uno de sus regalos, más bien una recompensa por comportarse de manera correcta mientras ellos averiguaban cómo superar el sitio en el que se encontraban. Sin embargo, pese a que los libros lo animaron las primeras noches, sus pensamientos volvían una y otra vez a la reunión de los tiburones. Era imposible leer todo lo que deseaba cuando la constante presión de las visiones estaban detrás de sus ojos. Era acabar un capítulo y levantar la mirada a la puerta. Ya ni siquiera correr alrededor del departamento servía, sus músculos necesitando más que saltar en su sitio y rutinas que recordaba de su adolescencia.

Sung negó al colocar la raya número 268 detrás de la pintura, completándose otro cuadrado a la larga lista. Volvió a colocar el marco, gateó a su colcha y tomó de nuevo su kindle. Las portadas en blanco y negro no le molestaban, menos cuando podía leer las última novedades a gusto. Los pensamientos no eran exactamente agradables y aprendió a las malas la importancia de no dejarse llevar por ellos cuando apenas podía controlar su ambiente. Pronto necesitaría mudar su conteo a alguno de los otros y olvidar la ubicación de esas lineas si no quería encontrarse en medio de la furia de los primos.

Lo mismo pensó al ver las características de la cuenta de Amazon. Michel tuvo cuidado de agregar una tarjeta de crédito pre-recargada para no dejar sus rastros, pero con el suficiente dinero para comprar seis o siete libros hasta que la tarjeta dejaba de pasar, así que ahora se limitaba a agregar todos sus deseos en la lista y esperar la descarga. La cuestión del internet no se lo sabía explicar, sospechaba provenía de uno de los teléfonos de los primos.

Se maldijo al sentarse en el marco de la ventana. Antes de marcharse del país debió informarse más allá de su carrera. Un par de cursos sobre computadoras e información sobre enviar mensajes de ayuda sin levantar sospechas de sus captores. Se mordió el labio inferior, el almuerzo de su día frente a ellos. Suspiró, acariciándose las manos hasta que el calor volvió a su cuerpo.

Afuera, el sol ardía en las calles de Tai Poh. El mercado debía estar lleno de vida, de encuentros y desencuentros. Se recordó caminando por esas mismas calles con su mascarilla, observando el cielo oscurecido por el smog. ¿Quién podría creer que, sobre esas nubes grises, existía un cielo tan bello? Sung se agachó para tomar uno de los sándwiches. Mordió el trozo de pollo que escapaba de los límites del pan, mayonesa y mostaza empapándole los dientes, los dedos. La calidad de cada ingrediente lo hizo pensar que no era su comida, sino que alguno de los primos debió perder el apetito en el estrés.

«Bien» se dijo sin dejar de masticar con inusual emoción, sus manos aferrándose a sus propias ropas, la emoción de sus pensamientos a flor de piel. El pan estaba muy húmedo de un líquido algo ácido. No tenía ganas ni intención de manifestarse frente a aquellos que le hacían tanto daño. «Que se mueran frente al televisor, que se ahoguen con sus cafés caros y sus corbatas horrorosas».

Deslizó la mano a sus ojos bien cerrados. Pese a su decisión de venganza, la visión que podría ayudarlo nunca llegaba. De dramas familiares, de venganzas de ley, de mujeres y de hombres cometiendo actos insignificantes por el deseo de poder. Terminó el primero de los trozos del alimento.

Suspiró, la comida, el calor y las preocupaciones parecían pesar en sus párpados. Bostezó, la colcha viéndose más cómoda de lo normal. Se movió con facilidad, echándose sin lavarse las manos o de recoger los restos de la cena. Parpadeó, cubriéndose los ojos con ambos brazos. Con una última mirada a la comida, sus pensamientos volaron sobre el extraño sabor de sus alimentos.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now