Fallos en el plan II

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Las conversaciones a media luna dormían a Sung. Escuchaba las voces, veía sus figuras en medio de las nieblas de ese lugar, pero no podía distinguirlas de muchas otras de las que llevaban arrullándoles días y noches desde que Michel se apareciera de nuevo en su vida.

Llorar trató. Los sentimientos se le arremolinaban en la garganta, el corazón otra vez roto por alguien que demostraba cero interés en su propia persona. Aún así, no logró más que tragarse las palabras y suspirar por su propia estupidez.

Se limpió la cara húmeda, aunque no recordaba derramar lágrimas. Ponerse en pie fue rápido, sencillo. La carga de sus hombros se había levantado y lo único que quedaba era seguir su camino.

Jano se lo advirtió en ese sueño y no hizo caso. Rió, negando por las noches insomnes con el deseo de sus brazos a su alrededor. Difícil era prestar atención cuando sus propias preocupaciones eran mantener a su traidor con vida. Su dios de verdad era gentil y bueno cuando lo deseaba, siempre presente a protegerle de los lobos que amenazaban su existencia.

Aún así, ¿por qué no le dejaba en paz?

El banquete frente a Temujin dejó un vacío en Sung difícil de llenar. Ni siquiera el frío ya podía tocarlo. Estaba muerto por dentro de nuevo, pero de una manera tan diferente que su propio corazón se marchitó con el odio.

El mundo se desnudó otra vez de sus ropas de luto, los colores de un escenario por completo nuevo secando las lágrimas que otra vez comenzaron a caer de sus ojos.

Era un edificio de techos altísimos. Los grandes ventanales dejaban entrar luces del atardecer, así que los mármoles del piso y la piedra de las paredes estaba bañada en naranja. Las sombras se estiraban en el largo pasillo, sobre los frescos que decoraban los espacios que no tenían mesas con flores. Al asomarse por uno de los ventanales, creyó observar la sombra púrpura y azul de viñedos infinitos. Agudizó el oído mientras abrazaba la columna, la piedra helada contra su mejilla y frente, el rumor de olas al golpear piedras hablándole de la costa, del mar y los despeñaderos.

Era un sitio salvaje de un modo diferente al escenario de sus últimos meses. Era salir de un libro de Chan Ho Kei y entrar a un párrafo de Saviano. Dio una gran bocanada de aire, los músculos liberados de la tensión que provocaba la ciudad y el encierro.

Sung estiró los brazos y giró sobre sí mismo, sus ropas iguales a agua al moverse como uno de los bailarines de ópera china de las películas. Las paredes y el techo seguían alrededor de su cuerpo como una prisión, pero el espacio era tan amplio como sus memorias de la infancia. No escaparía nunca de Hong Kong, pero al menos su mente poseía la fortuna de volar y expandirse a países por completo fuera de su alcance.

—¡Ya he dicho que no tocaría el tema de nuevo!

El grito lo tomó desprevenido. No saltó, solo se giró en dirección a los pasos apresurándose y las exclamaciones de sorpresa. Se acercaban, iguales a padres y hijos, pero eran tío y sobrino. Las sombras de las figuras eran familiares, vestidos en ropas occidentales de alta costura.

Dalmacio estaba de primero, la cara contorsionada en la misma expresión de odio de cuando los encontró enredados en la cama. Sin embargo, ese día se alejaba de Michel en lugar de acercarse. En esos momentos todavía era el querido sobrino al que no quería herir, su preferido sobre su hijo.

Michel enseñaba los dientes, sus cabellos desordenados caían sobre su rostro igual al telón sobre el escenario en la escena final. Su camisa a medio abrir era la imagen del desastre típico de su propia irritación.

—Pero yo sí quiero hablarlo... ¡Es algo que debemos hablar, antes de que te maten o me maten!

Dalmacio se giró sobre sí mismo, su altura algo menor que la de Michel, pero con mucha más espalda y músculos. Se detuvo agresivo, intimidante. El más joven dio un paso atrás, su expresión estupefacta. Bajó la cabeza, la vergüenza manchándole la piel del rostro.

La perfidia de la sarraceniaМесто, где живут истории. Откройте их для себя