Rarezas I

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En la mañana, Sung desayunó solo. Al mediodía y la noche, también tomó sus comidas en completa soledad. Imposible era escuchar las idas y las venidas de Bianco en el pasillo, su peso ajeno a la discreción de sus propios asuntos. Su corazón se encontraba tranquilo, pero su mente captaba la sonrisa nerviosa, las miradas huidizas. Las ínfulas de emperador eran parte del pasado, ahora su presencia una sombra que llegaba a comer y a dormir en el sofá.

Michel y Shin también hacían gala de ausencia. Recibían sus mensajes, de eso estaba seguro, ya que cada nueva llamada se encontraba con un repentino corte cuando tomaban la línea. El vidente deseaba creer que la ausencia tenía origen en el rescate de su padre. La experiencia, sin embargo, era la madre de las conclusiones correctas, así que no era tan ingenuo.

El vendaval de las visiones para eso existían, sus plumas en forma de notas con las muertes de ambos. En caso de que la traición llegara a tocar su puerta, Sung se aseguraría de que sus misivas llegaran a sus puertas sin fecha ni indicación de rescate.

Claro que, por el momento, eran solo ideas como alguna vez lo fueron las bombas del Unabomber y los asesinatos del Zodiaco. La muerte, concluía Sung, también tenía su cargo de trabajo. Igual que lavar los restos del desayuno, hacer la compra o limpiar la casa, el vidente llevaba sus próximos muertos con minuciosidad.

El golpe de la puerta al cerrarse lo arrancó de sus pensamientos.

Frunció el ceño cuando volvió a encontrarse en la soledad de esas paredes. El tintineo de las llaves tras cerrar el seguro, al alejarse por el pasillo, única muestra de movimiento. Apretó el rostro, restregándose la piel hasta que el ardor consumió el resto del cansancio y el plan para ese día se cristalizó. Si no estaba mal, Bianco permanecería en ese hueco hasta la hora de la cena, con suerte. Sus propias comidas también las tomaba en ese departamento. Llegaría en la noche, para más atraso, para arrancarse el placer y utilizar su cuerpo como un calefactor.

Era hora de utilizar las llaves que se robó del manojo para descubrir las tribulaciones de esos primos.

Se levantó para limpiar la mesa cuando el cerrojo volvió a resonar. La puerta necesitaba unas gotas de aceite, por lo que el chillido era inconfundible cuando se abrió con lentitud. Sung se detuvo a pleno movimiento, la extrañeza de que Bianco volviera tan pronto quedándose en su garganta. Los cabellos de la cabeza que se asomó no eran rubios, sino negros como la tinta con la que escribía sus visiones.

—Lamento la mala educación de mi primo al dejarte aquí sin levantar sus platos.

Michel mantuvo la mano sobre la cerradura cuando Sung se lanzó a sus brazos. Lo estrechó contra su pecho, acarició su nuca y su cuello antes de separarlo. Se miraron en silencio por unos segundos. El mafioso volvió a atraerlo, sosteniéndose uno al otro como si fueran náufragos en pleno mar a perderse si cerraban los ojos.

El vidente fue el primero en hablar, sus palabras cortas de aliento, asfixiándose a sí mismo por la urgencia de sus propios sentimientos y la posibilidad de ser descubiertos. No soltó sus manos, más bien entrelazó los dedos y cortó la distancia entre ambos a solo los centímetros necesarios para mirarlo al rostro.

—¿Qué estás haciendo aquí? Bianco está en el piso... Te dije que no vinieras.

Michel lo tomó de los hombros. Su sonrisa era una ilusión de falsa cordialidad, más una máscara que una verdadera cara humana.

—No te preocupes, ya sabe que estoy vivo. Él y mi tío.

El recuerdo de los gritos de Michel timbró en los oídos de Sung. Controló como pudo su expresión, pero Michel juntó los cejas y bajó la cabeza a la altura de sus ojos.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now