Visitas por la mañana

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La temperatura subió junto al susurro del viento en las telas de la ventana, la mano cálida del amanecer acarició las paredes del edificio antes de invadir la habitación para tocarle el cuello y las entrañas, la pintura desconchada en varias zonas por la falta de mantenimiento. El sol iluminó primero las antenas y los nidos de las palomas en el techo, luego deslizó su halo sobre los recuadros, las formas de los barcos y de las pinturas de flores.

En unas horas más se levantaría en medio del sofoco, el pozo del sudor igual a una mancha en la colcha ya pegajosa por los días de uso. Abriría primero un ojo, espiaría el estado del decadente lugar y volvería a cerrarlo. Dependería del tipo de su sueño si soltaba un sollozo o si era un suspiro irritado por el agotamiento, pero siempre acababa igual cuando su corazón se calmaba. Se sentaba, exploraba su alrededor sin moverse y bostezaba, sus brazos estirados sobre su cabeza.

Inclinó la barbilla abajo, luego la izquierda y agudizó el oído. El viento movía las cortinas, los pasos del departamento superior eran cuestión de la madrugada. La música del televisor, los susurros de una conversación, también se encontraban ausentes en esa mañana. Debía encontrarse a solas en el departamento. O, y el pensamiento erizó los pelos de su cogote, durante la noche sus secuestradores se volvieron maniquís de sonrisas vacías, por completo paralizados a la espera de que él rompiera una de las reglas.

Acarició la piel erizada en escarpias, sus brazos helados, sus dedos agarrotados en puños de nudillos blancos. Cerró los ojos, la traquea ahogándose por el grito que contuvo, mejillas doliéndole por el mordisco que hizo sangre en la piel.

Se levantó para acariciar la pared de las pinturas. Quitó una de un payaso triste, los detalles de la pintura casi desvanecidos por el paso del tiempo y los colores dentro del borde de la pintura, formaban un rectángulo donde el prisionero dibujaba cuadrados cruzados por equis. Una línea por cada día. 238 líneas en cuarenta cuadros.

El recuadro se volvió una visión confusa en sus ojos llenos de lágrimas. Se mordió el labio inferior y succionó la sangre de las heridas en su carne.

—Otro día, otra pesadilla, Sung. Aquí el único maniquí eres tú, niño bonito. —Se dijo al tiempo que marcaba una nueva línea en su calendario sin números. Su mirada se mantuvo fija en el lugar de ese nuevo cuadrado completo hasta que se escondió de nuevo tras el cuadro—. ¿Qué haremos ahora, Sung, dime?

Su voz estaba rasposa, ajena a sí mismo. Era otra persona el Sung que se encontraba allí al joven que abandonó Venezuela en un avión a China. En el reflejo del vidrio, sus ojos naranjos brillaron pero, como siempre que se trataba de sí mismo, la imagen fue un pensamiento envuelto en una nube de confusión.

De todas formas, su propio futuro le daba igual. No necesitaba una ventana a su propio destino. Él se encargaría de manifestar su propio camino, de tomarlo con los dedos y aferrarse con todas sus fuerzas. Esa era la única manera de vivir la existencia, de conseguir lo que había venido a buscar. Las miserias no eran ajenas a su existencia. Un montón de tipos rudos no lo iban a quebrar.

—Vamos a ir al baño a mear y a cagar, bañarnos, lavar el baño y ordenar nuestro departamento de soltero. —En el espacio de tiempo que llevaba allí, su comunicación había evolucionado de gritos, de llantos a ruegos para llegar a una aguda indiferencia a la escasez y una obediencia reticente—. Luego veremos el programa de las palomas. He escuchado que los nuevos polluelos han aprendido a volar. Será una serie de emociones como una montaña rusa.

Su vida, por supuesto, no era tan sencilla.

En cuanto terminó de secar el piso manchado de óxido e iba en proceso de recoger la toalla ya olorosa a humedad, el click del seguro resonó igual a un disparo en el silencio.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now