El pago a Judas II

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Desde el parque del condominio, Michel observaba la ventana del ventiavo piso mientras fumaba su segundo cigarrillo de la noche. Fácil era en la noche en medio de una ciudad llena siempre de luces, en especial cuando el mafioso se había asegurado de tener los últimos quince pisos solo para ellos y sus actividades. Palpó su chaqueta, el cigarrillo colgándole de la comisura de los labios. Lanzó la cartera a uno de los dos chicos que fumaban con él.

—Giulio, ve a comprarme unos wontones. Estoy hambriento.

—Sí, jefe. Enseguida.

El más pequeño de los dos, cabello castaño y ojos redondos azules, lo cogió en el aire y salió corriendo sin otra instrucción. El otro solo se cruzó de piernas, apoyado como estaba en uno de troncos. Sus cabellos rubios casi blanco se iluminaba en cada calada. Michel ladeó el perfil, metiéndose las manos en la chaqueta. El frío del viento cortaba las respiraciones a esa hora.

Aburrido en ese silencio, se enfrentó a las emociones de esos últimos días. La ausencia de Bianco era palpable en cada momento en el que no trabajaba. Sus comentarios tontos, las preguntas listas a hacerlo rabiar, incluso la sonrisa bobalicona bajo sus rulos dorados... Los dedos le temblaron al dar una calada en su cigarrillo, fría la piel de sus dedos contra la calidez de las lágrimas al secarlas.

—Ese perro tuvo lo que se merecía —comentó a su subalterno. El rubio fue lo suficiente listo para no responder ni su mirada, dejándole una cierta intimidad en el único espacio donde todavía guardaba cierto poder.

Michel terminó su cigarrillo, dejándolo caer y pisándolo con la misma energía al patear la cabeza de ese anciano. Se relamió los labios, el gorgollo de sus últimos momentos en la Tierra todavía un rumor en la profundidad de su cerebro. ¿Hizo los mismos sonidos el cuerpo de Bianco al ser aplastado por la carrocería? ¿O su muerte fue tan rápida e indolora que el sonido aún tardó varios segundos en alcanzarlo? Michel no creía en el mismo dios que Dalmacio o Bianco pero, si existía un infierno, esperaba encontrarlos en medio de los sufrimientos eternos.

Oh, como los extrañaba. En su trono, la soledad era la única compañía que quedaba, confianzas y camaradería parte del pasado que debería olvidar. A sus pies, el cadáver de ese vidente sudaca que se había atrevido a desafiar sus planes e ideas.

Sung no lo imaginaba, pero se volvería la pasarela sobre la que construiría un imperio a entregar a sus hijos y nietos. Bajo la luz de los faroles, se atrevió a sonreír por la mera fantasía de sus siguientes planes.

Michel aguardó la llegada de Giulio y sus bolsas de comida. Pasó el rato otra vez a la atención del ventanal. El doctor prometió que no era una operación larga ni complicada, así que la espera en ese viento helado no debería prolongarse más de unos minutos. Se recostó contra el tronco, la tentación de fumarse otro cigarrillo subiéndole por la garganta y picándole la punta de los dedos.

—¡Jefe, jefe! ¡Traje la comida!

Michel se irguió en el acto, el aroma a los masa frita tan aguda como si estuvieran en medio de la cocina. Aceptó uno de los contenedores plástico y lo abrió, la mezcla de aceite, cebollas y chile golpeándole en la cara. Su estómago ronroneó, la urgencia de alimentarse superando cualquier otra necesidad.

Aléjate de las ventanas, Michel.

La voz de videncia de Sung se derramó en su memoria justo cuando dio la primera mordida a sus bocadillos. La boca se le llenó de amargura, el sabor de la botana decepcionante en contra su mente incapaz de disfrutarlo. Escupió para la sorpresa de sus subalternos.

—¿Está usted bien, jefe? —Edgardo y su voz profunda como las cuevas marinas era graciosa contra su faz tan bella. Michel asintió, secándose los restos de grasa en un pañuelo que le acercaron. Carraspeó, Giulio extendiéndole una de las botellas de agua de la bolsa.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora