Clientes I

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Sung no contaba los días en mañanas, sino con clientes.

Muchas veces estaban aquellos como Hugo, los que buscaban solo alguien con quien hablar por una hora mientras tomaban algo de té. Eran sus preferidos, solitarios como él lo fue cuando su existencia significaba algo para alguien. Pagaban en billetes limpios, todavía algo manchados por la novedad de su tinta. Hombres y mujeres aburridos en su privilegio. Solía agregarlos en las páginas dedicadas a los almuerzos y los desayunos, la luz del sol bien alta cuando el último cerraba tras su espalda.

Luego, estaban aquellos como María. Ropas extravagantes, modales aprendidos en algún cursillo con cupón de descuento, teléfonos a cuarenta cuotas. Deseaban ser iguales a los clientes de la primera categoría, pero los dedos de la pobreza estaban tan clavados en su piel que a Sung bastaba una mirada para arrancarles los disfraces. Solían pedir una rebaja al escuchar el escandaloso precio de la sonrisa del joven, y pagaban sin parpadear ante la decepción del vidente.

Al menos, la mayoría no solía volver. En el futuro no valía la pena perder varias comidas o no tener dinero para la renta. Igual llegaría bien o malo fuera, ¿no? Con su desgraciada expresión por delante.

Por supuesto, ese tipo de opiniones solo se las podía permitir el primer grupo y el propio Sung, incapaz de percibir su propio futuro. El segundo conjunto lo sospechaba, sin dudas, pero era imposible saberlo cuando la desesperación tocaba la puerta y la esperanza de una visión correcta podría salvarlos. Ahora bien, el tercer grupo, del cual Sung prefería no tener el mínimo recuerdo, nunca lo logró entender bien.

La mayoría llegaba con dinero muy arrugado, oloroso a su propia ropa interior o cualquier hueco donde lograran ocultarlo. Las ropas manchadas de grasa, así como los cabellos algo desordenados y los bolsos antiguos, algunos rotos o llenos de tierra. El vidente los conocía bien, esos ojos llenos de ansias por una explicación del dolor de sus existencias. Sung no solía aceptarlos en su departamento sin un patrocinador de alguno de los otros grupos, pero aún así le encontraban con las mañas de las personas ahogadas en miseria.

Debía ser el rumor de las personas de los pisos inferiores, quizás incluso el propio instinto de saberse frente a alguien como él. Solían sujetar su brazo en un solo movimiento, deteniéndose de cualquier actividad. Se arrodillaban ante él, rogaban con el dinero estirados a sus manos. La vergüenza era algo que solía perderse primero en esa postura, aprendió pronto Sung, su lástima transformándose en pronto hastío.

«¡El niño Sol! ¡Tienes los ojos del niño Sol!» eran sus exclamaciones, el aroma a tabaco y a alcohol mareándole. El perfume de los míseros que hacían que el vidente se cubriera la nariz con un pañuelo de seda. Era la misma exclamación de esa extraña leyenda sobre un dios de ojos naranjas con capacidad para ver el futuro.

«¿Qué puedo hacer por ti, viejo?». Aún así, el vidente era magnánimo y lleno de buenas intenciones. Pese al desprecio que le causaba, dinero era dinero por donde se viera, quitándole el trozo de papel antes de que su cortesía se confundiera con buen corazón. La desgracia era una moneda de cambio que Sung también había aprendido a utilizar.

«¡Niño Sol!» decía la persona arrodillada en el suelo, mirándole desde abajo como si de un Buda se tratara. «¡Mi hija está muy enferma y necesita auxilio! ¡Por favor, deme una visión positiva sobre su nuevo tratamiento!»

Sung solía hacer una pausa, fingía interés mientras jugaba con el billete y luego sonreía en gesto grave, guardándose el pago con una sonrisa igual a la de los lobos. Sus ojos nunca brillaban, Jano también selectivo con su clientela.

«Tu hija se curará en los siguientes años si la llevas al país vecino. Veo un médico en su futuro. Sino, morirá en medio de dolores.» A lo que la persona desesperada solía agradecer, ríos de moco y lágrimas por sus mejillas. El corazón del vidente no se conmovía, solo su sonrisa se ampliaba.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now