Mudanza I

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La inyección de adrenalina seguía en mi sangre cuando las brumas del futuro se disiparon. Un par de golpes se escucharon en la lejanía. La explosión de la sangre era una melodía silenciosa contra el pavimento mientras que los humos del restaurante acariciaban mi nariz con aceite y salsa de takoyaki.

Con un pie allá y uno acá, la imagen se había incrustado en mi cerebro. Ciegos eran mis ojos al presente, incapaz el cuerpo que alguna vez me había pertenecido. El sentimiento de permanecer para siempre en este limbo sin final, en la apertura eterna de las puertas hacia lo que aún era posible, cortó mi respiración. La muerte era mejor a existir en una carcasa sin alma.

Un milisegundo fue mi sufrimiento, un instante entre cerrar la ventana en mis ojos y abrir la terraza al ahora. Y, sin embargo, bastaba siempre ese corto período para recordarme de la doble espada de una bendición que no había pedido. En la espalda de un humano la potestad de un dios cae como yunque en el océano, ya que la finitud de su existencia es incapaz de sobrellevar la carga sin grandes sufrimientos.

Era sano, en cierta forma, conocer los límites de mi propia mortalidad. Por ello, dejé al terror fluir entre mis dedos como el jugo que derramé en mi pérdida de consciencia y que, ahora, formaba pocillos entre los cubiertos, los platos de una comida a medio consumir. Naranja el líquido del envase, del iris que rodeaba mis pupilas, de la colilla del cigarrillo en medio de una servilleta demasiado vieja para prenderse en llamas.

Enfoqué la mirada en los restos del pitillo antes de que mi boca se secara por completo. Tragué, mi cuerpo en automático cuando llevé a las casi cenizas muy cerca de mi nariz. El perfume a bares, a sudor y a dinero se tradujo en poder vislumbrar las paredes desnudas de la sala, en identificar las quemaduras en la madera de la mesa de comida/café/reposapies.

Dos golpes más. Cercanos, de aquí. Giré mi cabeza en dirección a donde, creía, se encontraba la puerta de entrada.

Aguardé unos segundos, minutos u horas.

Tres golpes. Rápidos, secos, hechos por una mano acostumbrada a dejarse caer en cualquier situación. Un presentimiento me recorrió antes de ponerme en pie, igual de irreal al de sentirse observado en medio de una habitación vacía. No lograba recordar si estaba vestido, si me había duchado o cuánto tiempo había pasado. Me guiaba el instinto, las reglas y mis costumbres. La decencia no era un miembro de ninguna de las listas.

—Hey, open the door! I don't have all the fucking day.

La visión había sido demasiado real. Tacto, ruido, tiempo, sabor, olfato y visión; una imagen con más verdades que mi mano en la manija. Las palabras pasaron de largo en mis oídos, volviéndose ruido blanco en mi lucha por recuperar el dominio de mis sentidos.

En la dimensión desconocida, bajé la manija y me encontré cara a cara con una imagen igual a la de un sueño.

Ajustarse tras una visión era la parte más compleja y, como todo lo complicado en la vida, los inconvenientes creaban desbarajustes en el proceder. De un paseo en la calle podía pasar a un enfrentamiento en unas montañas desconocidas. De una cena en algún mirador a la muerte en medio de una tormenta de nieve. Y, luego, un hormigueo que nacía en la raíz de los cabellos hasta las uñas de los pies.

En la plena conciencia de cada uno de mis nervios, de la forma biológica de mi existencia, escaneé al inconveniente invitado a formar parte de ese día.

La figura cruzó y descruzó los brazos, la luz mortecina apenas dejaba adivinar la forma de su barba, el tatuaje bajo su oreja derecha. Círculos negros como el moho en el resquicio de los números de mi apartamento, imperfectos como el ligero moho de las galletas en la mesa. Nada en su postura indicaba animosidad.

La perfidia de la sarraceniaOn viuen les histories. Descobreix ara