Giro de tuerca II

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Sung no se sorprendió al encontrarse en unas de las calles del boulevard cercano. De una a otra visión, los escenarios eran tan similares como grabaciones de un mismo incidente en distintas perspectivas. La presencia de Jano era tan palpable que su propio final estaba tan cerca como los edificios entre sí.

Al moverse, las imágenes de su nueva ropa reflejaban la luz en el ladrillo del callejón. Los tejidos otrora blancos de sus prendas ahora estaban entrelazados en púrpura y dorado. Carpas violetas saltaban en ríos de oro, mientras pasifloras de brillantes pétalos en las riberas del césped. Fuego en las hierbas bajo el atardecer a cada paso del vidente entre ratas de largas colas y gatos de bufidos aterradores.

Bolsas de basura, cajas rotas y botellas vacías eran parte de esa visión, atrezzo al caminante que no le prestaba ni un ápice de atención. Al elevar la cara, las escaleras de emergencia llenas de herrumbre y de suciedad eran un maravilloso cambio de escenario a los tejados llenos de palomas. Al final de ese callejón, el cuerpo de la muchedumbre caminaba sin ver nunca en su dirección. Iguales a autómatas, el resto del mundo estaba vacío de otros seres humanos ajenos a él.

El vidente buscaba la singularidad de una pista entre los colores tan intensos de esas últimas escenas. Centímetro a centímetro, cada vez más seguro de que la verdad no se encontraba en ese lugar. Incluso al llegar a la marabunta de compradores en los límites del escenario, ninguna señal de cuál sería la nueva muerte de la víctima.

Sin vergüenza al saberse invisible al resto de los seres humanos, se introdujo entre la población que compraba en los puestos, discutía los precios o se detenía a conversar en el día a día del exterior. Su figura caminaba de un lado a otro. Tocaba anillos y collares, intentaba probar las muestras de vegetales y dulces. Se enteraba conversaciones, de traiciones y de amores para olvidarlos en los siguientes pasos.

Así, escapó del bulevar a la calle principal como uno más de los miembros de sociedad. A su derecha pasaban los autos mientras esperaban a cruzar la vena principal, el reflejo de los perfiles tras los vidrios ahumados similares a la imagen de Dalmacio quemándose vivo. Acarició la palma de sus manos y devolvió su atención al semáforo. Esa muerte no era su culpa. Michel lo sabía y fue su decisión dejar que el destino llegara.

Estas nuevas muertes, en cambio, las tomaría con el orgullo de un narcisista. Iba a llevarse a suficiente con él para llenar dos veces el infierno.

El semáforo cambió de rojo a amarillo, la ansiedad del rebaño humano traslucía en la mirada discreta a relojes y a teléfonos, en maldiciones bajo el aliento. El rojo de la sangre caía sobre el concreto, los automóviles. Igualaba el tono de las pieles de los transeúntes en una tonalidad rosada.

En la otra vía cruzaban varios autos negros, las luces de cambio encendidas para cruzar justo en la desviación más adelante. Por el tráfico, uno de los tres se detuvo frente a él durante varios minutos. Sung ignoró el movimiento de los vehículos como tantos otros, su propia indiferencia a esos cambios detrimento de su atención a los detalles de su alrededor.

Vio su reflejo en la oscuridad de la pintura, el verde del semáforo señal para el resto de los ciudadanos. Sung permaneció en su lugar viendo los luceros que eran sus iris hasta que el cambio del semáforo volvió a llamar su atención y, en automático, subió la barbilla.

El volumen de la vida se apagó y la temperatura cayó varios grados cuando, en el asiento del conductor, vio a Bianco mover la cabeza de lado a lado al ritmo de una canción. Sung intentó apartarse, gritar, parpadear, abrir la puerta y apartar a Bianco de un peligro ganado a pulso. Solo su mandíbula respondió, abriéndose en una mueca casi hilarante.

Su atención de túnel no vio venir el deportivo que aceleró a toda velocidad en su dirección, el chirrido de los cauchos devolviendo los sonidos a la escena. Sus oídos estuvieron a punto de reventarse, el cosquilleo del impacto constante del resto de la visión. El golpe de la carrocería le atravesó sin dañarlo. Podría describirlo como ser atacado por una ráfaga de aire helado, introduciéndose entre los pliegos y acariciándole igual que manos fantasmales.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora