Lobo en piel de oveja II

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La sorpresa de la situación estuvo velada por las oleadas de dolor en cada parte del cuerpo de vidente. Su cerebro enviaba instrucciones a sus extremidades cubiertas de moretones, a los dedos purpúreos e hinchados, pero solo el sufrimiento era respuesta entre temblores. Picaba la piel en las zonas donde la sangre ya se había secado. La agonía en su entrepierna era la peor de las desgracias en cada intento de movimiento, Sung incapaz de levantarse en las rodillas débiles y los pies hormigueándole por las incontrolables oleadas de sufrimiento.

Aún así, logró arrastrarse a la zona más alejada de las ventanas y sentarse en el sofá, el sudor del esfuerzo cayéndole por el cuello. Se echó tan largo era su cuerpo, estremeciéndose entre los sollozos que ya no guardaba energías para controlar.

Ajeno a él, o quizás suficiente consiente para ignorarlo, Michel se asomaba a una de las ventanas. Con la mano envuelta en un trapo, se apoyaba en en el marco lleno de trozos de vidrios puntiagudos. El viento inflaba sus prendas mientras el humo transformaba los edificios colindantes en rectángulos oscuros, las nubes negras llenas de chispas y de fogonazos. El metal arder llenaba el aire de su peculiar perfume, pero Sung estaba mareado por los efluvios a frituras en cada gota de aire en el ambiente.

Horas parecía pasaron en ese silencio tenso entre víctima y victimario, pero solo llevaban unos minutos en la explosión cuando la puerta del departamento se quejó y Bianco entró con una expresión funesta. Lanzó una mirada preocupada a Sung al pasar en dirección a Michel.

Se asomó también al desastre en la calle. Suspiró y ladeó el rostro a su primo, su hermano, su seriedad extraña en sus rasgos.

—Papá estaba en ese auto.

La falta de emoción de Bianco a la verdad pareció sorprender más a Michel que la noticia en sí. Se soltó del cuadro, dando pasos atrás hasta chocarse con el respaldo del sofá donde Sung se recuperaba. Su pecho subía y bajaba con violencia, las manos envueltas en temblores. Agarró el mueble mientras su mirada buscaba respuestas en el departamento, en los rostros de los otros dos.

Bianco fue testigo de la conmoción sin encontrar las palabras para ofrecer algún tipo de consuelo, envejecido una década bajo los rulos castaños en el ardor. Bajó la cabeza, el fuego ardía en sus ojos hasta que la picazón fue tanta que las lágrimas mojaron sus mejillas.

Michel tragó, abriendo y cerrando la boca. Se relamió sin soltarse del terciopelo del mueble. Lanzó una mirada al bulto envuelto en un kimono, ya callado y al borde de la inconsciencia entre el agotamiento y la paliza.

—¿Estás seguro?

El menor de los hermanos soltó un bufido, apartándose de la ventana para verlo como si fuera un tonto.

—¿Que si estoy seguro? ¿Acaso crees que jugaría con esto, Michel? ¡Era nuestro padre! —Cortó la distancia entre ambos, señalando el exterior—. Esto es grave, Michel. No tenemos tiempo para preguntas estúpidas.

El hombre de cabello negro hizo un gesto despreciativo, separándose al fin de sus dos acompañantes. En la cocina se agachó a buscar una olla pequeña y la llenó de agua. Biancho apretó los puños, siguiéndole.

—Tu padre. Era mi tío, ¿recuerdas?

—No me vengas con eso ahora. ¡Está muerto! ¿No entiendes? Si ya han acabado con la cabeza de nuestra familia, no se cortarán en hacernos los mismos a nosotros. —Michel abrió la alacena durante la conversación, tocándose la barbilla mientras escogía el té a preparar—. Michel, ¿me estás escuchando?

—Sí, estás balbuceando tonterías.

Bianco golpeó la encimera, pálido y todavía de mirada húmeda. Michel solo le observó de reojo con hastío. El mayor de los hermanos movió la cabeza en dirección a Sung.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now