Llegadas por la noche

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El resto de su día pasó en los asuntos de ordenar las ropas, doblar las cobijas y las sábanas nuevas, así como contemplar el hanfu hasta el cansancio. Repasó cada uno de los detalles, las flores y las hojas hermosas como cada amanecer, las caricias en los detalles otorgándole una vida que no poseía el objeto. Una vez se hubo cansado del asunto, se encargó de doblar los accesorios uno a uno y colocarlos de nuevo en la caja, envolviéndolo en el papel de arroz. Se sonrió. No estaba contento, menos feliz, pero a veces se podía encontrar la alegría en las pequeñas cosas y debía aferrarse a los pequeños detalles.

Suspiró, dejándose caer en el colchón con las sábanas nuevas, frescas y olorosas a suavizante. Se removió, bostezando al encajar el rostro en la almohada. Sus músculos se relajaron, el cansancio de la visión y el suave dolor de la nariz apaciguándose en una sola ola, ahogándolo en el abrazo del sueño profundo.

El último día que pasó en Venezuela, el aire acondicionado del aeropuerto soltaba más ruidos que aire frío, el contenido de su estómago daba vueltas y más vueltas, causándole un ligero mareo. Con el lienzo de una de las obras más grandes de Cruz Diez como ambiente de despedida a sus orígenes, la calma era una extraña y las visiones cruzaban tan rápido que sus ojos tardaban más en acostumbrarse a la sombra a permanecer en ellas. Sus maletas consistían en una mochila con un recambio de ropa, dinero, todos sus papeles y copias de esos mismos papeles y la tarjeta con los datos del amigo de su abuelo. La esperanza y los deseos de una vida nueva los cargaba encima, en la piel con pelos de escarpias y en el brillo de los ojos.

Y en su mano derecha, de dedos entrelazados con los suyos, la única conexión de su alma a ese país, su padre de sonrisa llena de desconsuelo y llanto corriéndole por el rostro. El único hilo que lo ataba al mundo, ahora tan lejos que ni veían el mismo cielo al levantar la mirada.

—¡Oye, vidente! ¿¡Qué mierdas haces dormido!?

El grito lo arrancó del agarre cálido, de la visión de amor y de la seguridad de su progenitor. Lo arrojó de lleno al suelo donde había caído, la almohada y la colcha tiradas a un lado. Perdió el aliento por el impacto en su espalda, el sonido seco de sus huesos último requerimiento para apartar el resto del sueño. Sus músculos estaban por completo tensos, preparados para escapar aunque no existía sitio para esconderse.

—¿Qué mierda quieres, Bianco? —Fue lo último que alcanzó a decir antes que el dolor en su mejilla lo hizo ver las estrellas, seguido de otro, otro. Uno a uno, los impactos sacudían su cuerpo por todo el espacio del departamento hasta que ya no sabía donde empezaba y donde terminaba el sufrimiento de su figura. Tosió, una serie de arcadas golpeando el estómago y su garganta cuando alcanzaba a aspirar con suficiente fuerza.

El roce de la piel de su padre era tan real que, en medio del acceso de tos, cerró los dedos en un puño y soltó un llanto dedicado a su falta a su lado. Más de trescientos sesenta y cinco días sin verlo... Doscientos de esos sin la menor comunicación, salvando un depósito de dos mil dólares cada quince del mes. O, al menos, eso decían esos hombres. Ni siquiera una foto o un vídeo, aunque era uno de los puntos de la lista con sus peticiones que crecía a cada nuevo día.

Solo le entregaban ese tipo de trato, golpes tan fuertes que, incluso al sentarse, escalofríos acariciaron su figura por el movimiento. La totalidad de su piel estaba cubierta de cardenales, manchas rojas de toques purpúreos. Más adelante, cicatrizarían a marcas amarillentas muy desagradables y dolorosas a cada roce. Tener el espejo ahora sería una tortura en lugar de un premio. Apretó la piel, el dolor permitiéndole enfocarse encima del ácido del odio en su garganta.

Bianco soltó un gruñido, empujándole al suelo por un azote en la frente. Tenía la sensación de sus anillos por los músculos.

—Michel te dijo que estuvieras listo y estás dormido. ¿Sabes lo importante que es la reunión de hoy? Muévete. —Se apartó el cabello de la frente, sus rulos un aura alrededor de su cabeza como si fuera una melena. Estaba en la cueva del león y nadie vendría a rescatarlo.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now