Investigación I

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El momento de debilidad en la habitación de las pinturas fue la última reunión entre él y Michel. Al igual que Bianco, sus instantes juntos eran esporádicos, consecuencias de la necesidad humana de contacto social junto a otros de la misma especie. Las sorpresas no formaban parte ya del vocabulario del vidente, aún así la decepción se amargaba en rechazo a cada nuevo día solo con una sonrisa o un saludo.

Su boca se llenaba de veneno al ser abrazado por detrás por alguno de los primos, los besos que seguían de su coronilla a la parte baja de su cuello eran iguales a tinta invisible. Fríos, sin dejar aparente huella, pero visibles a la luz de sus arrepentimientos y sus desengaños. Se abrazaba a sí mismo en la penumbra tras esas visitas de motel, húmedo aún por la ducha, las marcas de los besos y de los agarres rasgándole la piel, hiriéndole la sanidad.

Si ya era una serpiente del infinito, un ocho, un círculo, ¿por qué no su propio cuerpo era capaz de escaparse de esa cáscara herida e infectada? Renacer cada día con nuevo cutis, limpio de cualquier rastro de pasiones y de deseos carnes indeseados. De esa forma, los baños no serían un trámite eterno e inútil y, al fin, su nariz dejaría de oler a wontones y el acondicionador de Bianco.

Por supuesto, él mismo descubrió lo imposible de su propio deseo. El paso de sus uñas en los brazos solo revelaba músculo tan rojo como palpitante la sangre que manchaba sus dedos. Las cuchillas de afeitar cumplían mejor el trabajo, pero tras el día que Michel vio sus vendajes, dejando en su lugar envases de cera fría.

Sung levantó la cabeza del hueco de sus piernas. Sus ojos brillaron en realización. Desde ese momento, los primos solo le tomaban por detrás, sus besos y sus caricias acciones mecánicas que evitaban rozar sus brazos, la zona inferior de sus piernas. Las palabras de dulzuras y las mentiras llenas de promesas también eran cuestiones del pasado. El intercambio de sus ardores era una transacción en la que propia opinión no importaba para nada.

Todavía no se atrevía a dañarse la espalda o los glúteos. Las consecuencias de perder su encanto eran atractivas, también horrorosas, y la decisión de permanecer en esas habitaciones era mucho mejor que el antiguo departamento. A los primos no les quedaba el mínimo rastro de humanidad.

El vidente no se atrevía a observarse en el espejo. Suficiente era limpiarse las heridas, la agonía de las líneas abiertas y rojas llenándole el cerebro de deseos para intentar volar por la ventana. Se le llenaron los ojos de lágrimas, su desesperación tan pesada como lo eran sus visiones. Intentó levantarse. Primero una vez, luego una segunda vez hasta que logró alejarse de la cama en dirección al baño.

No tenía allí nada que hacer, pero existía algo calmante en la visión de la bañera y en la combinación persistente del aroma a shampoo y jabón. Al sentarse en la tapa del inodoro, los vendajes encajaban en la visión del lugar, incluso con sus manchones pardos y rojizos.

A su vez, el teléfono entre sus manos no era un arma de destrucción masiva. Era solo un objeto más en la cotidianidad de la vida humana. Lo apoyó contra sus labios, la sensación dura y helada devolviéndole también un ligero sonido de interferencia. Rumiaba las consecuencias de enviar la información a Shin, a su vez las posibilidades de que ella y Michel fueran algo más que colegas.

Negó. Shin no se enrollaría con Michel si tenía acceso a Temujin. Sung no podía engañarse con las decisiones de las demás personas, el mal gusto lo tenía era él. La pantalla del objeto se iluminó, reflejándose en sus pupilas encendidas por la determinación.

En cuanto el sistema se estabilizó, seleccionó la opción de mensajes y comenzó a escribir en completo silencio. Con una mano marcaba las teclas, con la otra evitaba caer por la fuerza de sus propios temblores. El pánico comenzaba a invadirlo.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora