Epílogo

40 2 12
                                    

Las noches se pasaban y llegaban igual a las olas del mar en las costas de las que Sung siempre hablaba. ¿Serían similares a los puertos llenos de barcos y de carga de los puestos en Hong Kong? ¿A las azules y heladas bahías de los viajes a Oporto donde su primo y él jugaban a las escondidas entre las rocas llenas de moluscos? Aunque giraba y giraba en la idea como los trompos en su lugar, en realidad las playas de su infancia debían estar pintadas por los colores del cuadro.

Fiesta en Caraballeda lo invitaba a perderse en sus caminos y sus colores. El cielo de un azul muy intenso y de amarillos vibrantes, las personas en todos los tonos de rojos a de morados. Incluso la cruz sobre la tumba era una muestra de vida, de alegría. Sí, se dijo a sí mismo sin dejar de asentir con una suavidad poco natural. Esas eran las playas en las que Sung corría cuando no se encontraba realizando visiones.

—¿Cómo olía Caraballeda, Sung? —El chasquido del encendedor fue antesala al humo tras la profunda calada—. ¿Pescados podridos? ¿Huevos revueltos? ¿Metano de los baños sucios? Una combinación de los tres quizás, sumándole a la mezcla las sales de la espuma y el aceite mil veces usado de los puestos de comida. Sung... Eh, Sung...

El aire fue la única respuesta, así como la explosión de las burbujas en la jarra llena de cloroformo, sellada por completo a presión. Las palabras atraían la atención de los glóbulos oculares en el líquido, los iris brillando en naranja tras unos segundos mirándole con una fijación que ni su dueño se atrevió en vida. Ninguna otra persona podría hacerlos hablar sobre lo que ocultaban las sombras del futuro. Se movían libres.

Se dejó caer en la colcha tantos días utilizada que ni una sola pizca de esencia quedaba ya del vidente. Los únicos resquicios de Sung en este mundo eran esos ojos incapaces de descomponerse y el cuerpo seguro inflado en la ducha, allá detrás de la puerta que permanecía cerrada por una silla.

A veces, en la oscuridad de la madrugada, escuchaba los dedos arrastrarse y rascar la cerradura. El agua se desbordaba, corría por el suelo, pero nunca cruzaba los límites debajo de la puerta del baño. Las gotas chocaban contra lo que quedaba de Sung, el plic plic audible y claro cuando la vida nocturna se apagaba en la superficie. Luego empezaban los rasguños. Al acostumbrarse a ellos tras dominarse en nunca seguirlos, amanecía. Escuchaba una risa antes de que la inconsciencia lo devorara por unas horas y escupiera en medio de los sudores de mediodía.

Cada día por no recordaba ya cuantas semanas. ¿Meses o años? Desde la muerte de Bianco el tiempo se le escapaba de entre los dedos como el agua del mar. Su calendario debía iniciar de cero, un antes y un después de la desaparición del menor de ambos. La garganta seca ardió al reprimir un llanto sin consuelo.

Dio otra calada, la nicotina atenuante a los pensamientos afincándose en su cerebro, la falta de sueño a la espera del primer signo de corrupción en esos trozos de carne. En los pedazos de espejo regados por la habitación, su reflejo se multiplicaba por cien. Cien ojeras negras, cien camisas otrora blancas con manchas amarillas en las axilas, cien rostros de barba de varios días llena de cenizas. En cien diferentes universos fallaba una y otra vez en calcular una serie de datos tan evidente.

—Sung, ¿cómo no te volviste loco aquí? —La ventana se encontraba abierta a su espalda y el viento desordenaba el cabello una vez tan bien peinado, su estómago lleno por el par de jiā ròu bǐng que bajó a comprar en un impulso de energía.

¿Y qué si lo estaban buscando? ¿Qué importaba si alguna de las facciones ya tenía planeada su propia muerte? El hambre, el agarrotamiento de los músculos, cobertores para dormir cómodo y cinta adhesiva para bloquear la puerta del baño, todo eso era más importante que su propio aliento.

Lo único que valía la pena ahora eran las visiones.

Ignoró sus compañeros para volver la vista a los ojos, esos malditos ojos, distantes y presentes. Sonrientes pese a no tener boca, agresivos a pesar de no poseer dientes. Testigos de la muerte de Dalmacio, de Bianco, de los hermanos y de todos aquellos que le sirvieron de escalera para alcanzar la altura de esa habitación.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora