Compromisos II

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El agua corría entre los dedos de Sung como los ríos entre juncos y piedras. La temperatura era ideal, la tina blanca entre las reverberancias del líquido y los diminutos trozos de la sal de baño que empezaba a disolverse. Aunque no estaba desnudo, inclinado sobre el sitio, se sentía expuesto mientras preparaba el baño para los dos.

La presencia de Bianco a su espalda era constante. Sin necesidad de voltear atrás, podía seguir el camino de sus ojos por su figura. De la coronilla, deteniéndose en su trasero por dolorosos instantes. Después sus piernas, sus brazos, su cuello... La respiración era compás constante, igual al de un cazador a la espera del momento ideal para el asalto.

Carraspeó y, con naturalidad de artista, se giró apenas suficiente para verlo sentado sobre la tapa del excusado. La expresión tranquila de Bianco siempre lo hacía todo más fácil, fingir que no estaba ante una granada con la cara de un ser humano. Señaló la tina con sus manos húmedas, la zona de sus antebrazos expuesta para no mojarse la ropa.

—¿Vas a ayudarme aquí o te vas a quedar a mi espalda todo el rato? Es un poco raro...

Bianco frunció el ceño, quedándose en silencio mientras tamborileaba su rodilla izquierda. En lugar de responder su ofrecimiento, ladeó el rostro. Se palpó los costados de la chaqueta. En uno de los bolsillos, Sung captó el tintineo de un manojo de llaves. ¿Contendrían también una copia de la puerta del departamento? Evitó mostrar algún signo de conformidad.

Tras revisar un poco más, Bianco soltó un gruñido satisfecho y extrajo la manaza grande junto a dos objetos. Sacó una cajetilla de cigarrillos, el encendedor idéntico al de su padre. El vidente parpadeó por la novedad de ese vicio, sus labios en una mueca de asco. Su boca debía saber a cloaca.

El mafioso retomó la conversación.

—Sung, ¿sabes por qué no tuviste clientes hoy?

El vidente cerró la llave del agua, el chirrido del metal más agudo a cada giro hasta que el chorro se volvió una serie de gotas. Sung se detuvo en falso pensamiento, su reflejo torcido y alterado en la superficie cóncava. Su conflicto interno, la esencia de la relación entre los dos, era la imagen de esa gota. Miró el agua, el azul de las partículas de las sales se arremolinaban alrededor del desagüe.

No clue.

Escuchó el chasquido del zippo y volteó a observar la forma aburrida en la que su cliente encendía el pitillo.

—Se han suicidado el líder de la facción que controlaba el ingreso de mercadería para órganos y bebés recién nacidos. Hay un desastre en la zona cercana a la vieja casa. Disparos, bombas, sangre... Papá tiene las manos llenas. —La chispa iluminó los ojos de Bianco, dándole vida por ese instante.

Sung nunca se había dado cuenta de lo vacíos que eran. Al morir, el mafioso no iría a ninguna parte porque no guardaba nada dentro. El vidente se preguntó si siquiera sangraría al morir, o era un efecto estético que Jano agregó a su visión.

—Pobres de todos, el señor Dalmacio debe estar aburrido de tanto trabajo... —Si Bianco captó el sarcasmo, lo dejó pasar con una sonrisa divertida. Debía pensar igual, aunque era lo suficiente cauto para no decirlo en voz alta—. Asumo entonces que no vendrá por unos días más.

—No. Me encargó tu cuidado hasta que las cosas se calmen. —Lo señaló, dando una profunda calada a su cigarro. El humo llenó el baño. Sung se cubrió la nariz—. Nada de visitas, tampoco. Si alguien descubrió el secreto de Huang Ji, nosotros estamos en una posición aún más delicada.

Sung asintió tras la tela de su hanfu, conforme. Aguantar a Bianco era un espanto, pero era más fácil atenderle a él que a los cinco o seis hombres que estaba viendo a diario. Lo único malo del plan era la imposibilidad de otra visita nocturna de Michel. En cuanto Bianco se durmiera, comunicaría la nueva situación a sus aliados. Ellos mismos debían tener el agua hasta el cuello.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now