Primeras veces

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El sueño de la noche era uno que muchas veces lo había recibido cuando el agotamiento tomaba posesión y arrojaba la cautela por la ventana. Era igual siempre.

La habitación se vaciaba de cualquier sonido, incluso el de su propia respiración. La oscuridad crecía en negrura, las luces un recuerdo sin importancia para alguien. Se dejaba caer en la cama y, en vez de formarse un cúmulo de nubes a su alrededor, las cobijas lo devoraban como redes de pesca. Se hundía en el futón, el abismo frío a su espalda igual que el infierno debía serlo. Sin temores, sin miedos ni perspectivas, su cerebro en el límite de la locura para interesarle el bienestar de su propia persona.

Se dejaba ir, suelto su cuerpo para el impacto de la muerte. Pese a ello, nunca llegaba la liberación. No, siempre sentía el agarre cuando estaba a punto de deslizarse a la eternidad de telas en sus extremidades, en su torso y su cuello, rojos sus colores, negros los detalles de las puntadas de la aguja.

Y luego, el sueño iniciaba en la etapa donde el ocho daba el primer trazo. Igual a las pinturas de tinta que cubrían el lado del departamento al que no tenía acceso, la película se movía frente a él, dentro de él y, a veces, protagonista de la situación.

Hace muchos años atrás cuando yo aún era humano, nació un niño en el seno de una importante familia. El niño tenía los ojos tan naranjas como el sol, la voz clara como una noche estrellada y el alma inocente. Sin embargo, el pequeño tenía un regalo más grande: la capacidad de ver más allá de las horas, el tiempo, y la bruma de la incertidumbre que era el futuro.

Buenas o malas noticias pronto empezaron a llegar a su mente con exactitud. Ninguna imagen fallaba en cumplirse para felicidad o tristeza de quienes recibían su palabra. A su alrededor, la gente se maravillaba y pronto empezó a temerle y adorarle como un dios. Día y noche, las personas en las largas filas aguardaban a escuchar la cantarina voz exclamar: "Sí, he logrado verte, y no tienes porqué preocuparte."

Su fama se extendió por todo el país, aumentando a su vez la influencia de su familia y el poderío de su nombre. Su padre, hombre precavido, envió a buscar a los mejores constructores de la región y les encargó erigir un templo de piedra blanca, donde su primogénito estuviera cerca de sus fieles y habitara con los mayores agasajos. Las habitaciones cubiertas de alfombras rojas brindaban comodidad, mientras que las lámparas ardían aceite a todas horas para reflejar a la pequeña criatura que se sentaba en el centro de los cuartos, a la espera de alguna visión que regalar a su invitado.

Un buen día, el joven príncipe de la región escuchó acerca del pequeño niño. Deseoso de una visión de gloria y poder que bendijera su propia ascensión al trono, marchó con sus consejeros al templo donde el niño recibía alabanzas. Sin hacer caso a las largas filas, se adelantó frente al dios. Ni el cansancio de sus súbditos ni el aire divino del ser ante él lograron perturbarlo, grande era su egoísmo y desprecio ante los débiles y pobres.

Plántandose en una actitud humilde, exclamó con tranquila voz:

«Niño del Sol. Vengo a mostrarte las más preciosas joyas y las más tiernas mujeres para brindar a tus ojos la alegría necesaria, y me des como regalo una visión afortunada para tu rey e Imperio.»

Sin aguardar una respuesta, el joven príncipe elevó los ojos al infante de ojos naranjas. La delicadeza de su cuerpo apenas lograba mantenerse con el gran tocado sobre su cabeza, pero la firmeza de su mirada afirmaba solo una férrea creencia y habilidad en lo que hacía.

La voz clara que salió de sus labios era la de un hombre maduro, al tiempo que sus ojos tan naranjas, brillaban como bolas de fuego.

«Príncipe Seung. Te he visto en un sueño. Dulce será tu imperio. Más allá de la línea del horizonte, hasta pasar las más altas montañas. Una hermosa mujer a tu lado estará, saludables hijos te dará. Llegarás a una avanzada edad y no verás a tu reino perecer.»

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now