Rarezas II

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La concentración artística tenía una cierta ventaja, al menos para un criminal como Sung. En cuanto Michel perdió su interés en la presencia o los posibles halagos a su propia persona, el vidente chasqueó la lengua.

Llevaba allí al menos media hora, de pie en medio sin encontrar otro taburete en el cual sentarse. Caminó de un lado a otro en el sitio, acercándose a los dibujos de las paredes para revisar las posibilidades que tienen los círculos.

Sung no encontró ninguno de los dibujos alentadores o experimentales. En ellos solo percibía cierto horror en la superficie. En los colores pálidos sentía los círculos como ojos sobre ellos, en los oscuros la tristeza del hombre que dibujaba. De haber sido otras circunstancias, la sensibilidad le habría provocado abrazar y de acariciar el alma de Michel.

Sin embargo, el vidente solo veía en esos trazos los mundos violentos de sus últimos meses. Leía en el pulso los golpes de Bianco, los ataques de los hombres agarrándole y zarandeándole en la cama. Tocó uno de los círculos, sus dedos deslizándose sobre la textura rugosa del material.

Círculos, como sus traumas y como las visiones de Jano. Quizás por ello se llevaban tan bien con Michel, su propia vida una muestra de que el mal y el bien eran solo una pareja que bailaba a su propio ritmo. Su madre, su padre, sus amigos y su propio futuro. Círculos, círculos y círculos d desgracia.

El mafioso solo movió el carboncillo y creó un nuevo torbellino en el lienzo. Su dedos ya estaban en varios tonos de gris, su espalda encorvada sobre sí mismo al detenerse unos segundos para observar el proceso de su propia obra. No escuchó los psst de Sung ni su nombre en sus labios.

—Michel, Michel... Desgraciado... Hijo de puta.

Al no obtener respuesta a sus insultos, quizás el ligero ladeo de cabeza de escuchar el propio nombre, pero nada más al respecto. Sung se cruzó de brazos. Probó primero dar un paso atrás, luego otro más pronunciado. El piso bajo sus pies no rechinó, pero el chasquido de sus zapatos fue lo suficiente fuerte para alterar a cualquiera.

No así a Michel, el magos de los círculos y con cuadros en las paredes de otros artistas en igual desesperación. Pudo caer una bomba junto a los dos, la sangre de su propio cuerpo testigo final de su existencia. El vidente se acercó a la puerta, la abrió con cuidado suficiente para introducirse en la rendija y se escapó de la vigilancia del mafioso.

La luz lo cegó por completo, lastimándole como si mil agujas pincharan la carne de los glóbulos oculares. Parpadeó varias veces, el ardor ahora también en la coronilla y en el cerebelo hasta que logró enfocar el marco de las ventanas. Suspiró, acariciándose las sienes para que el dolor amainara. Al volver en sí, se giró en el pasillo en dirección al resto del departamento.

Libre al fin de las miradas de los círculos, se encontró con aquellos de los cuadros en las paredes. Tragó de forma sonora al empezar a andar. Ignoró los cuadros llenos de horror, acariciándose el bolsillo con las llaves robadas a Bianco ya muchos días atrás. Con esos hombres y mujeres en las pinturas como testigos, probó una a una las cerraduras del resto de las habitaciones.

A cada ruido, detenía el movimiento de su propia muñeca y se erguía, controlando su respiración para no tener un ataque de ansiedad. No era la llave de la habitación principal, tampoco de la zona de la lavandería ni de la terraza. En cuanto se le acabaron las puertas, regresó sobre sus pasos para probar su suerte en los cofres y las cerraduras de los cofres, los muebles y de los escritorios.

Solo cuando se rendía, lo hizo saltar el chasquido del escritorio frente al espejo de cuerpo entero. Era un mueble de roble, firme y con tres compartimientos. Dos de ellos sin cerradura, llenos de facturas antiguas y manchados de café. El tercero, delgado y apenas lo suficiente grande para contener un libro acostado de quinientas páginas.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora