VII

892 102 65
                                    

Jason se quedó dormido en plena faena, lo que no era bueno, considerando que estaba en el aire a trescientos metros de altura.

Debería haberse espabilado. Era la mañana siguiente a su enfrentamiento contra el bandido Escirón, y Jason estaba de guardia, luchando contra unos violentos venti que amenazaban el barco. Cuando atravesó al último, se olvidó de contener la respiración.

Un estúpido error. Cuando un espíritu del viento se desintegra, crea un vacío. Si no contienes la respiración, el aire de tus pulmones es absorbido. Y la presión de los oídos internos desciende tan rápido que pierdes el conocimiento.

Eso fue lo que le pasó a Jason.

Y lo que es peor, enseguida se sumió en un sueño. En lo más recóndito de su subconsciente, pensó: «Venga ya. ¿Ahora?».

Necesitaba despertarse o moriría, pero era incapaz de aferrarse a ese pensamiento. En el sueño, se hallaba en el tejado de un alto edificio, con el contorno nocturno de Manhattan extendiéndose a su alrededor. Un viento frío le azotaba la ropa.

A unas manzanas de distancia, había nubes acumuladas encima del Empire State: la entrada del mismísimo monte Olimpo. Relampagueó. El aire adquirió un matiz metálico con el olor de la lluvia inminente. La parte superior del rascacielos estaba iluminada como siempre, pero parecía que las luces no funcionaran bien. Parpadeaban en tono morado y naranja como si los colores lucharan por imponerse.

En el tejado del edificio de Jason se encontraban sus viejos compañeros del Campamento Júpiter: una formación de semidioses con armadura de combate, sus armas y escudos de oro imperial centelleando en la oscuridad. Vio a Dakota y a Nathan, a Leila y a Marcus. Octavian estaba a un lado, delgado y pálido, con los ojos enrojecidos del sueño o la ira y una ristra de animales de peluche sacrificiales alrededor de la cintura. Llevaba la túnica blanca de augur por encima de una camiseta morada y unos pantalones con abundantes bolsillos.

En el centro de la hilera estaba Reyna, con sus perros metálicos Aurum y Argentum a su lado. Al verla, Jason experimentó un increíble sentimiento de culpabilidad. Había dejado creer a aquella chica que tenían un futuro juntos por delante. Nunca había estado enamorado de ella, y no le había dado esperanzas precisamente.

Él había desaparecido, dejando que ella sola dirigiera el campamento. Luego había vuelto al Campamento Júpiter con un grupo de amigos griegos en un buque de guerra. Habían disparado contra el foro y habían huido, dejando una guerra en manos de Reyna.

En su sueño parecía cansada. Puede que otros no lo advirtieran, pero él había trabajado con ella suficiente tiempo para reconocer el cansancio de sus ojos y la tensión de sus hombros bajo los tirantes de la armadura. Su cabello moreno estaba mojado, como si se hubiera duchado apresuradamente.

Los romanos miraban la puerta de acceso al tejado como si estuvieran esperando a alguien.

Se abrió una puerta y salieron dos personas. Una era un fauno —no, pensó Jason—, un sátiro. Había aprendido a distinguirlos en el Campamento Mestizo, y el entrenador Hedge siempre le corregía cuando cometía ese error. Los faunos romanos acostumbraban a holgazanear, pedir limosna y comer. Los sátiros eran más serviciales y estaban más comprometidos con los asuntos de los semidioses.

Jason no creía haber visto antes a ese sátiro, pero estaba seguro de que era del bando griego. Ningún fauno tendría un aspecto tan resuelto acercándose a un grupo armado de romanos en plena noche.

Llevaba una camiseta de manga corta verde, de una organización de conservación de la naturaleza, con fotos de ballenas, tigres y otros animales en peligro de extinción. Sus piernas peludas y sus pezuñas estaban descubiertas.

MORTE // PERCY JACKSON Where stories live. Discover now