X

688 84 15
                                    

A unos ocho kilómetros del campamento, un todoterreno negro estaba aparcado en la playa.

Ataron la lancha a un muelle privado. Nico ayudó a Dakota y a Leila a desembarcar a Michael Kahale. El grandullón todavía estaba semiconsciente, farfullando lo que Nico supuso que eran jugadas de fútbol americano:

—Rojo, doce. Derecha, treinta y uno. Adelante.

A continuación se echó a reír tontamente sin poder controlarse.

—Lo dejaremos aquí —dijo Leila—. No lo aten. Pobrecito...

—¿Y el coche? —preguntó Dakota—. Las llaves están en la guantera, pero, ejem, ¿saben conducir?

Leila frunció el entrecejo.

—Yo creía que tú sabías conducir. ¿No tienes diecisiete años?

—¡No he podido aprender! —dijo Dakota—. Estaba ocupado.

—Yo me encargo —prometió Nico.

Los dos lo miraron.

—Tú debes de tener catorce —dijo Leila.

A Nico le divertía lo nerviosos que se ponían los romanos en su presencia, aunque ellos eran mayores, más corpulentos y guerreros más experimentados.

—No he dicho que me vaya a poner al volante.

Se arrodilló y colocó la mano en el suelo. Percibió las tumbas más cercanas, los huesos de humanos olvidados que había allí enterrados y esparcidos. Buscó a más profundidad, extendiendo sus sentidos hasta el inframundo.

—Jules-Albert. Vamos.

El suelo se abrió. Un zombi vestido con un raído conjunto de automovilista del siglo XIX se abrió paso hasta la superficie. Leila retrocedió. Dakota gritó como un niño.

—¿Qué es eso, hombre? —protestó Dakota.

—Es mi conductor —dijo Nico—. Jules-Albert quedó primero en la carrera de automóviles de París a Rouen de mil ochocientos noventa y cinco, pero no le dieron el premio porque su coche de vapor utilizaba un cargador de carbón.

Leila lo miró fijamente.

—¿De qué estás hablando?

—Es un alma en pena que siempre está buscando una oportunidad para conducir —dijo Nico—. Durante los últimos años ha sido mi conductor cada vez que necesitaba uno.

—Tienes un chófer zombi —dijo Leila.

—Me pido el asiento de delante.

Nico subió al asiento del copiloto. Los romanos subieron de mala gana a la parte trasera.

Un detalle sobre Jules-Albert: nunca reaccionaba de forma emocional. Podía pasarse todo el día en un atasco en la ciudad sin perder la paciencia. Era inmune a la conducta agresiva de los conductores. Incluso podía ir derecho a un campamento de centauros salvajes y conducir entre ellos sin ponerse nervioso. Nico no había visto nada igual a los centauros en su vida. Tenían la parte trasera de un caballo, tatuajes en sus peludos brazos y el pecho, y unos cuernos de toro que les sobresalían de la frente. Nico dudaba que pudieran mezclarse con los humanos con la facilidad de Quirón.

Al menos doscientos estaban entrenando con espadas y lanzas, o asando reses de animales sobre lumbres (centauros carnívoros... La idea hacía estremecer a Nico). Su campamento se desparramaba a lo largo del camino agrícola que serpenteaba alrededor del perímetro al sudeste del Campamento Mestizo.

El todoterreno se abrió paso, haciendo sonar el claxon cuando era necesario. De vez en cuando un centauro miraba furiosamente a través de la ventanilla del lado del conductor, veía al conductor zombi y retrocedía sorprendido.

MORTE // PERCY JACKSON Where stories live. Discover now