II

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Solo habían recorrido varios cientos de metros cuando Asher oyó voces.

Anduvo con paso lento, medio atontado, tratando de idear un plan. No tenía idea de por qué, pero sentía que algo estaba pasando con Percy, su presencia se sentía diferente.

Decidió no molestarlo y trató de enfocarse, pero resultaba difícil planificar estrategias cuando te rugían las tripas y tenías la garganta seca.

Puede que el agua llameante del Flegetonte lo hubiera curado y le hubiera dado fuerzas, pero no había aliviado en lo más mínimo su hambre ni su sed y tampoco quería comer aun la poca comida que llevaba, sentía que les esperaba aun un largo camino y sería mala idea acabarse todo al inicio del viaje.

La finalidad del río no era hacerte sentir bien, dedujo Asher. Simplemente te permitía continuar para que pudieras seguir experimentando un dolor atroz.

Se le empezaba a caer la cabeza del agotamiento cuando las oyó —unas voces de mujer enzarzadas en una discusión— y se puso alerta en el acto.

—¡Agáchate, Percy! —susurró.

Tiró de él y lo ocultó detrás del canto rodado más cercano, y se pegó tanto a la orilla del río que sus zapatos casi tocaron el fuego. Al otro lado, en el estrecho sendero entre el río y los acantilados, las voces gruñían y aumentaban de volumen conforme se aproximaban desde más arriba.

Asher trató de controlar su respiración. Las voces sonaban vagamente humanas, pero eso no quería decir nada. Daba por sentado que en el Tártaro cualquier cosa era su enemigo. Ignoraba cómo era posible que los monstruos no los hubieran visto. Además, los monstruos podían oler a los semidioses, sobre todo a los que eran poderosos como Percy, hijo de Poseidón. Asher dudaba que esconderse detrás de una roca sirviera de algo cuando los monstruos detectaran su olor.

Aun así, los monstruos se acercaron sin que sus voces cambiaran de tono.

Sus pasos irregulares —«ras, cloc, ras, cloc»— no se aceleraron.

—¿Cuánto falta? —preguntó uno de ellos con voz áspera, como si hubiera estado haciendo gárgaras en el Flegetonte.

—¡Oh, dioses! —dijo otra voz.

Esa voz sonaba mucho más joven y humana, como la de una adolescente mortal que se exaspera con sus amigas en el centro comercial.

—¡Son unas pesadas! Se los he dicho, está a tres días desde aquí.

Percy agarró la muñeca de Asher. Lo miró alarmado, como si se hubiera dado cuenta de algo.

Hubo un coro de gruñidos y murmullos. Las criaturas —una media docena, calculó Asher— se habían detenido justo al otro lado de la roca, pero seguían sin dar muestras de haber detectado el olor de los semidioses. Asher se preguntó si los semidioses no olían igual en el Tártaro o si el resto de olores del lugar eran tan fuertes que enmascaraban el aura de un semidiós.

—Me pregunto si de verdad conoces el camino, jovencita —dijo una tercera voz, áspera y vieja como la primera.

—Cierra el pico, Serephone —dijo la chica del centro comercial—. ¿Cuándo fue la última vez que escapaste al mundo de los mortales? Yo estuve hace un par de años. ¡Conozco el camino! Además, yo sé lo que nos espera allí arriba. ¡Tú no tienes ni idea!

—¡La Madre Tierra no te ha nombrado la jefa! —gritó una cuarta voz.

Más susurros, sonidos de riña y gemidos salvajes, como si unos gigantescos gatos salvajes se estuvieran peleando. Al final, la que se llamaba Serephone gritó:

—¡Basta!

La riña se apaciguó.

—Te seguiremos de momento —dijo Serephone—. Pero si no nos guías bien, si descubrimos que nos has mentido sobre la llamada de Gea...

MORTE // PERCY JACKSON Where stories live. Discover now